Julieta Gaztañaga[1]
Adrián Koberwein[2]
Recibido: 24 de septiembre de 2021
Aceptado: 2 de noviembre de 2021
Resumen
En el presente artículo reflexionamos sobre los alcances y límites de la comparación en antropología social y cultural. El objetivo es aportar a los debates sobre el estatus epistemológico y analítico de la comparación en la producción de conocimiento sobre la vida social y cultural. Para ello, nos centramos, específicamente, en el problema de la comparación en antropología desde su constitución, si bien también consideramos algunas ideas que, desde la historiografía, la sociología y las ciencias políticas, han sido recibidas con entusiasmo por esta disciplina. A lo largo de un recorrido por las variantes más destacadas que asumió la comparación en antropología desde el siglo XIX hasta nuestros días, y en un intento de exponer así la riqueza teórica, epistemológica y metodológica, proponemos una praxis alternativa a los métodos considerados como objetivos que exigen la determinación precisa de la conmensurabilidad al momento de comparar. Afirmamos que tales concepciones del método comparativo solo son posibles al costo de abstracciones, reducciones y reificaciones que nos alejan de los procesos que animan la vida social y que son, en definitiva, el objeto de reflexión de las ciencias sociales en general y de la antropología en particular. En síntesis, si un método nos empuja a hacer caso omiso de lo real, más vale no darle tanta importancia, sino solo la que realmente merece: la de ser una opción entre muchas otras.
Palabras clave
Antropología, comparación, conmensurabilidad, metodología.
Abstract
In this article we reflect on the scope and limits of comparison in social and cultural anthropology. Its aim is to contribute to the debates on the epistemological and analytical status of comparison within the production of knowledge about social and cultural life. We focus on the problem of comparison in anthropology since its disciplinary constitution, although drawing on certain ideas that stem from history, sociology, and political science that have been enthusiastically received by anthropologists. Throughout a journey towards the most outstanding variants assumed by comparison in anthropology –from the 19th century to the present day– intending to expose the theoretical, epistemological, and methodological richness contained in such diversity, we propose an alternative praxis to that based on the assumed objectivity of methods that requires a precise determination of commensurability when comparing. We argue that such conceptions of the comparative method are only possible at the cost of abstractions, reductions, and reifications, which distance us from the processes that animate social life ––being at the end, the objects of reflection of social sciences in general, and of anthropology in particular. In brief, if any method pushes us to ignore reality, we should not care much about it; we shall give it the importance that deserves, of being one option among others.
Key words
Anthropology, comparison, commensurability, methodology.
Cómo citar
Gaztañaga, J. y Koberwein, A. (2021). Comparar en antropología: esbozo de un mapa. Intervención, 11(2), 93-113.
La antropología cultural y social nació como proyecto comparativo hacia fines del siglo XIX. Desde entonces, ha estado oscilando dentro de un campo de variabilidad cercado por dos polos: unas ambiciones universalistas (en última instancia, la explicación de la condición o naturaleza humana) y, en las antípodas, una orientación hacia lo particular (la descripción detallada de las diversas expresiones singulares de lo humano). Muchas escuelas antropológicas han tratado de mantener el equilibrio entre estos polos. Otras han sucumbido alternativamente a la atracción que cada uno de ellos ejerce. Y por supuesto, hubo quienes se movieron más libremente en toda la gama de posibilidades o trataron de resolver la tensión misma, proponiendo, por ejemplo, que en el detalle podemos encontrar aspectos de lo universal. Al compás de estas oscilaciones, se ubican diferentes estrategias comparativas por medio de las cuales la antropología produjo y produce conocimientos.
El cuadro actual de situación acerca de dichos movimientos comparativos nos revela una urdimbre de objetivos y estrategias diversas, por momentos contrastantes y dinamizadas por criterios disímiles para definir la comparación y la comparabilidad. Así, cuando tratamos de reflexionar sobre cómo comparamos desde la antropología, es lógico que no haya una respuesta única ni concreta, sino más bien varias además de una multiplicidad creciente de interrogantes.
Frente a este panorama, se podría pensar que, hacia el interior de la antropología, no existe consenso alguno respecto de qué significa comparar. El problema es que, al no considerar los vericuetos de la producción y reproducción de un campo de variabilidad surcado por fuerzas particularistas y universalistas, a veces opuestas y a veces traslapadas, las miradas descontextualizadas y/o las de corte netamente metodologista solo encontrarán contradicciones o errores. Sin un mapa con el que orientarse, todas las bifurcaciones del camino parecen igualmente conducentes o intransitables. En otras palabras, al reflexionar sobre la comparación en antropología se puede caer fácilmente en el crédito o el descrédito, tanto de la disciplina como de sus practicantes.
Este artículo busca contribuir a producir ese mapa. Se trata de una tarea que nos convoca desde hace varios años y que se ha nutrido de un trabajo en equipo, materializado en diversas investigaciones y publicaciones. En ese desarrollo, problematizamos el estatus y las modalidades de la praxis comparativa, así como los alcances y limitaciones, para producir lo que entendemos es la clave de su riqueza: una relación indisociable entre aspectos teóricos y metodológicos. La convocatoria de esta revista nos permitió encarar una tarea que teníamos pendiente: dialogar con colegas de otras disciplinas sobre cómo comparamos en antropología. De esta manera, fue posible sumar cuestiones que no habíamos articulado, tales como los alcances políticos y públicos de todo proceso de comparación, y sus implicancias reflexivas y transformadoras a la luz de la experiencia etnográfica.
El objetivo más amplio del presente artículo es aportar a la reflexión sobre el estatus epistemológico y analítico de la comparación en la producción de conocimiento sobre la vida social y cultural. Para ello, nos centramos básicamente en el problema de la comparación en antropología desde su constitución disciplinar, para luego recuperar la noción de “comparación disyuntiva” planteada por Lazar (2012), así como nuestras propias experiencias con la comparación. Apelaremos también a algunas ideas que surgieron en la historia, la sociología o las ciencias políticas y que han sido recibidas con entusiasmo por esta disciplina. Consideramos que esta aproximación nos brinda una perspectiva amplia desde la cual permite reconsiderar la importancia del gesto comparativo.
Con todo, cabe señalar que hemos estado utilizando la expresión “comparación en antropología” en lugar de comparación antropológica o etnográfica. Al respecto, argumentamos que es necesario salir de una mirada que se limite a la discusión teórica sobre el método, a cambio de focalizar en la experiencia de la comparación misma. De este modo, será posible potenciar su valor creativo, incluyendo la posibilidad de una comprensión de nosotros mismos y de los demás, que es, en definitiva, el proyecto antropológico por excelencia.
En la primera parte, sistematizamos algunas de las maneras en que la comparación ha sido fundamental para la antropología desde sus orígenes como ciencia, incluyendo sus alcances y limitaciones. El recorrido que trazamos es más representativo que exhaustivo, dado que se trata de un problema que pone en juego prácticamente a la totalidad de la historia de la antropología, algo inabarcable en un artículo. Cabe hacer notar que, de esta historia, recuperamos solo aquellos aspectos que nos permitan plantear lo que, a nuestro juicio, son los elementos centrales a tener en cuenta para problematizar la relación entre la teoría y el “método”. El peso de la comparación en la construcción de datos y problemas de investigación —sea que haya sido considerada como un método propiamente dicho, un enfoque epistémico o una praxis específica— ha estado presente de manera diversa. Por lo tanto, su papel para organizar debates y marcos de referencia teóricos y conceptuales ha ido cambiando.
En la segunda parte, reconsideramos los problemas y oportunidades, conceptuales y metodológicos, relacionados con la comparación en antropología a través del análisis de nuestras propias experiencias etnográficas comparativas. Revisitamos críticamente nuestra producción y la ponemos en diálogo con otros trabajos. Finalmente, regresamos al argumento inicial para sostener que las indagaciones comparativas no solo profundizan nuestros entendimientos del mundo, porque sirven de contexto y marco dinámicos para producir la alteridad de manera relacional y situada. El proceso de comparación, a nuestro juicio, también nos transforma como investigadoras, ya que nos plantea un desafío que es tanto personal como disciplinar. Ciertamente, requiere de continua vigilancia epistemológica, porque nos enfrenta más crudamente con el peligro de reificar relaciones sociales y procesos sociales vivos.
Entre fines del siglo XIX y la primera década del siglo XX, la antropología produjo comparaciones que intentaron emular aquellas de la historia natural. Estas comparaciones se realizaban sobre un gran cúmulo de datos históricos y geográficos, y resultaban en clasificaciones de las sociedades en tanto esquemas evolutivos. La primera de estas obras fue editada en Inglaterra: Primitive Culture de Edward Tylor, de 1871. La segunda, poco tiempo después en EE. UU.: Ancient Society de Lewis Henry Morgan, de 1877. A estas le siguieron obras como The Golden Bough, de James Frazer, publicada en 1890. En este trabajo, Frazer comparó las creencias religiosas de una enorme variedad de sociedades, apoyando el argumento esbozado por Tylor respecto de la evolución del pensamiento humano desde la magia —a través de la religión— hasta la ciencia. Nos detendremos brevemente en el método comparativo implementado por Morgan, ya que fue tomado como modelo y referencia para ser objeto de crítica por parte de las generaciones siguientes de antropólogos.
Morgan produjo un esquema evolutivo de las sociedades comparando tecnologías e instituciones. Construyó un modelo de tres estadios de progreso: salvajismo, barbarie y civilización. Estos estadios se encontraban conectados causalmente bajo el supuesto de que “lo simple” (ya sea en las formas de organización social como la familia o la organización de gobierno, o en la tecnología utilizada por alguna sociedad) era anterior en el tiempo a “lo complejo”, y que lo “indiferenciado” era anterior a lo “diferenciado”. La comparación implicaba un procedimiento para determinar si una serie de artefactos e instituciones, con funciones equivalentes en diferentes sociedades, podían ubicarse en una línea de complejidad o diferenciación creciente. El criterio de comparación era la eficacia con la que un artefacto o institución cumplía sus funciones.
El método comparativo evolucionista fue cuestionado durante las primeras décadas del siglo XX por diversas autoras, entre quienes se destaca Franz Boas (1993). Boas propone una comparación de los orígenes y desarrollos culturales que se basa en las especificidades de los grupos, y no en la comparación de rasgos aislados de su contexto[3]. Su principal objeción fue la idea de que el cambio era monocausal y lineal. En cambio, planteó que efectos similares (como puede ser el desarrollo de la misma institución o invento en sociedades diferentes) pueden tener causas y desarrollos distintos. Así, la única forma legítima de comparar sería aquella que previamente hubiera determinado la “comparabilidad” entre dos fenómenos por las mismas causas que lo habrían generado. Si bien este método histórico quedó a medio cambio, pausado en la promesa de comparar historias de grupos, la reflexión comparativa fue lo que permitió develar lo que sería una de las debilidades mayores del proceder evolucionista: los supuestos hipotéticos y las comparaciones descontextualizadas en lugar del estudio de la historia real. También permitió plantear la necesidad de estudios holísticos y detallados (Boas, 1993:90). Quienes llevaron esta propuesta hasta sus últimas consecuencias fueron una discípula del propio Boas, Margaret Mead, y un discípulo de Frazer, Bronislaw Malinowski.
En los cursos introductorios de antropología social suele afirmarse que el padre o el héroe mítico de la etnografía moderna, Bronislaw Malinowski, inauguró una etapa que rechazó toda posibilidad de comparación. También suele afirmarse que, desde que la etnografía es sinónimo de trabajo de campo, y dado que lo universal no es etnografiable, solo podemos atender a lo particular. Aun cuando esto es cierto, lo es solo en parte. Si concebimos la etnografía como una práctica que implica la “inmersión” de quien investiga en el mundo social que pretende estudiar, donde es crucial establecer relaciones duraderas con los protagonistas de esa realidad, rápidamente se evidencia que la antropología nunca perdió su mirada comparativa.
Malinowski no aplicó en método de investigación comparativa, pero sí aplicó, como argumentaremos, un método de razonamiento y exposición comparativa, ofreciendo descripciones capaces de evocar la textura fina e íntima de los hechos. Tenía habilidades literarias extraordinarias para comunicar los resultados y transmitir su experiencia en tierras lejanas y entre gente exótica que, tras leerle, terminaba no siéndolo tanto. Y este es el resultado a donde que conduce el método de exposición comparativa: que las lectoras estén convencidas de que allá lejos, en unas islas remotas del Pacífico, vive gente que es, en definitiva, como “nosotras”, pero que lo es de forma diferente. Malinowski era extremadamente metódico en cuanto a la manera de exponer las semejanzas y las diferencias entre “los europeos” —que aparecen en sus textos referidos como un “nosotros” genérico— y “los trobriandeses”.
De esta manera, el gran aporte metodológico de Malinowski es más que la supuesta invención de la etnografía en tanto que trabajo de campo basado en la observación participante. Reside también en el método de exposición comparativa, el cual no se basa en la presentación elegante de diferencias y similitudes por separado, sino en haber logrado una tensión analítica entre ambas dimensiones. Para ello, necesita invitar a sus lectoras a experimentar lo que produce la comparación etnográfica. Así, ante una costumbre, institución o comportamiento aparentemente extraño como podían serlo las formas de propiedad de los nativos de las islas Trobriand, alienta a la audiencia a hacer una pausa y a mirar su propia realidad para encontrar posibles homologías, tal como sucede en su afamada comparación entre los objetos Kula y las joyas de la corona (cf. Malinowski, 1995:99-103). Se trata, en definitiva, de un método de exposición cuidadosamente implementado. De aquí que, como venimos argumentando, si hay algo que desaparece en la tradición de la etnografía que inaugura Malinowski no es la comparación per se, sino una forma de esta, relativa a los procedimientos de abstracción de elementos culturales y sociales sustantivos.
Entre quienes se habían inclinado por mantener los procedimientos de abstracción anteriormente reseñados, estaba Marcel Mauss, contemporáneo de Malinowski y representante de la escuela sociológica francesa reunida en torno de Émile Durkheim. El aporte de Mauss reside en haber logrado implementar la propuesta de Boas, de un análisis total, holístico. Pero, basado en meticulosas operaciones de abstracción, un movimiento analítico que Malinowski habría rechazado por completo. Las abstracciones mausseanas se encontraban al servicio de una comparación etnológica que tenía en cuenta totalidades no apriorísticas como las del evolucionismo. Marcel Mauss planteó así una notable innovación en relación con los procedimientos de abstracción anteriores.
Según Mauss, los objetos de la abstracción, y por lo tanto de comparación, no son elementos sustantivos sino relaciones. Cabe subrayar a este respecto que hay una noción de totalidad social por detrás que permite sostener esa praxis comparativa. En el Ensayo sobre los dones, publicado originalmente en 1923, Mauss (1971) sostiene la existencia de relaciones universales presentes en todas las sociedades humanas, pero que adoptan formas específicas en cada tiempo y lugar: las obligaciones de dar, recibir y devolver. Estas relaciones son tratadas en forma abstracta y comparativa, y la intención es lograr generar una suerte de modelo que habilite, a su vez, un segundo nivel comparativo que permita “averiguar en qué medida nuestras sociedades se aproximan o se alejan del tipo de instituciones denominadas ‘primitivas’” (Mauss, 1971:223) En síntesis, este etnólogo francés mantiene la importancia de los procedimientos de abstracción, pero cambia radicalmente los objetos que son abstraídos. Ya no se trata de elementos sustantivos abstraídos de una totalidad apriorística, sino de relaciones abstraídas que luego se reconstituyen comparativamente en un nuevo y anteriormente no contemplado conocimiento sobre el mundo[4].
Hasta aquí podemos ver que la comparación intercultural implica una tensión entre unidad y diferencia: entre “nuestra” sociedad (europea central, occidental) y “otras” sociedades. Surge aquí una nueva distinción que debemos tener en cuenta como referencia para esbozar nuestro mapa, además de la aquella relativa a la distinción entre la comparación como método de investigación y como método de exposición. A falta de una terminología consistente, podemos hablar de una distinción relativa a la dirección del movimiento comparativo, dado que evoca una suerte de desplazamiento. Para Malinowski, “los otros” son más similares a “nosotros” de lo que pensábamos antes de la comparación. Para Mauss, “nosotros” somos más similares a “ellos”, luego de la comparación, e incluso en ocasiones dice que deberíamos intentar serlo aún más. Se trata de movimientos diferentes y con corolarios inversos. Este doble movimiento para pensar el objeto de estudio antropológico, inaugurado en una dirección por Malinowski y en otra por Mauss, marcó profundamente a las maneras de comparar de la antropología.
Como vemos, los trabajos seminales de la comparación en antropología y etnografía expresan variaciones en su concepción epistémica de base. Lo significativo es que estos diversos esfuerzos compartan el papel central de la tensión entre unidad y diferencia, o entre lo universal y lo particular, no solo como punto de partida para la curiosidad intelectual, sino también como un espacio de práctica, debate y construcción de marcos de referencia analíticos y políticos. Esta tensión rectora aún existe en la antropología, aunque la fragmentación teórica haya afectado profundamente al modo de concebir y practicar los esfuerzos comparativos.
Las innovaciones continuaron al calor de los debates. En la antropología cultural norteamericana, encontramos trabajos donde la comparación de particularidades realza la importancia de las preocupaciones universales. Un ejemplo es Adolescencia, sexo y cultura en Samoa, de Margaret Mead (1993), publicado originalmente en 1929, donde presenta una comparación de instituciones y estilos de vida abarcadores: la adolescencia samoana y estadounidense. Este trabajo nos permite ilustrar un tercer tipo de movimiento comparativo, que implicó elaborar una profunda crítica al orden social propio. En su obra, el énfasis está puesto en la diferencia para criticar las formas de organización y pensamiento occidentales, principalmente las formas de socialización y sociabilidad de las niñas, niños y adolescentes. Nuevamente, esta tensión entre la unidad de lo humano y las diferencias se vuelve el motor de la comparación intercultural, ahora con el “agregado” de la crítica a la propia cultura.
Debemos mencionar también la obra de Ruth Benedict (1960), Patterns of Culture, publicada por primera vez en 1934. En este estudio, compara sociedades en función de patrones de personalidad relativos a composiciones culturales específicas. Y la obra de Gregory Bateson (1990), originalmente de 1936, quien apela a la homología y a la analogía para conectar detalles descriptivos y ambiciones universalistas. Estos trabajos siguen influenciando las comparaciones culturales que se llevan a cabo en la actualidad.
Visto este panorama desde la tensión entre lo universal y particular —que detectamos como el talón de Aquiles para la comparación en antropología—, sistematizamos, a continuación, algunas de las líneas de trabajo que a lo largo del siglo XX contribuyeron a complejizar aún más la dinámica comparativa que nuestro mapa pretende situar. Podemos identificar al menos tres grandes estilos de comparaciones que se diferencian según sus supuestos acerca de la comparabilidad y sus motivaciones heurísticas (Holy, 1987).
Un primer estilo es la comparación que, estableciendo correlaciones funcionales, comparte con los métodos clásicos la descontextualización, a cambio de obtener un conocimiento que permita generalizar. Si bien hay una búsqueda de significados particulares, el peso está puesto en los presupuestos funcionales y en la noción de hechos sociales como cosas. La comparación era también un elemento clave para distinguir entre la antropología social como una ciencia generalizadora y la etnografía como una mera descripción de una sociedad o cultura particular. Radcliffe-Brown expresaba claramente esta visión: “sin estudios sistemáticos comparativos, la antropología se volverá solo historiografía y etnografía” (1972:17). Así, el estructural funcionalismo británico propuso un tipo de comparación orientada al establecimiento de leyes sociológicas. Su proposición central era que las sociedades solo pueden compararse como totalidades funcionales, entendidas en un nivel abstracto donde se podían comparar “sistemas” (políticos, de parentesco, etc.).
Un segundo estilo es la comparación ligada al conocimiento local y la construcción de informes sobre culturas específicas evitando la imposición de criterios externos. Aquí, la comparación intercultural busca facilitar la comprensión de significados culturalmente específicos, y su foco ya no son hechos sociales “objetivos”, sino la lógica cultural que los torna significativos. Es dable pensar que el valor de este estilo de comparación puede ser más heurístico que explicativo, como en la obra de Clifford Geertz (1996 y 2000), donde el comparar facilita la descripción de hechos sociales construidos y sostenidos por actos de interpretación.
Un tercer estilo nos lleva a considerar una comparación que, si bien es intracultural como la anterior, revierte algunos supuestos del intento por comparar procesos de construcción de significado, ya que compara con el objetivo de focalizar en la creación de significado y de relaciones sociales propiamente dichas. Se trata de ponderar la similitud y la homología entre relaciones y procesos no necesariamente conectados, yendo, entonces, más allá de la mera identificación interpretativa y/o funcional de la diversidad (por ejemplo, Schneider, 1969; Needham, 1962). En este contexto, hay que mencionar la propuesta de Frederik Barth. Siguiendo una orientación procesual e interaccionista, provee una perspectiva donde el horizonte de la praxis comparativa era construir “modelos” de las “formas en que se construyen los sistemas sociales” (Barth, 1972:208).
Para la década de 1950, mientras que parte de la antropología norteamericana continuaba debatiendo los alcances y aspectos del método comparativo a escala mundial (Steward, 1955), la antropología social británica comenzó a abandonarlo. Por ejemplo, Evans-Pritchard señaló que las comparaciones que establecen correlaciones estadísticas a escala mundial “fallaron en formular generalizaciones útiles” (1962:22-23). Por su parte, Edmund Leach llevó ese razonamiento al extremo, argumentando que el famoso Atlas Etnográfico de Murdock era una forma de “producir un sinsentido tabulado” (Leach, 1975:173). Todas estas visiones críticas no significaron que la antropología haya abandonado por completo la comparación intercultural. De hecho, esta seguía siendo entendida como el método principal para generar y probar hipótesis (Holy & Stuchlik, 1983). Lo que había era cuestionamientos a su representatividad y un socavamiento progresivo a sus bases epistemológicas[5]. La idea de unidad metodológica se terminaría de desarticular en la década de 1990 con la influencia del posestructuralismo y el posmodernismo. No obstante, y a pesar de ello, la actitud y praxis comparativa se mantuvo nutrida por consideraciones metodológicas experimentales (Fox & Gingrich, 2002).
Hasta ahora, nuestro mapa nos ha llevado por el buen camino por algunos momentos y, por otros, nos ha hundido en el pantano de la contradicción. Apenas hemos mencionado que muchos de los "problemas" de la comparación comparten el aire de familia con el relativismo cultural: si comparamos todo el tiempo, los efectos de la comparación deberían justificarse epistemológica o políticamente. Hoy por hoy, no esperamos que las comparaciones estén al servicio de generalizar “leyes”, ni de contrastar culturas examinadas (imaginadas) como si fueran totalidades cerradas e inconmensurables[6]. Asimismo, muchas de nosotras, trabajamos en nuestras propias sociedades, con lo cual las comparaciones definidas en base al contraste más o menos exotizante de Ellos / Nosotros se desmoronan, incluso más a la hora de producir ejes de comparabilidad.
Aun con todos los esquemas de desigualdad internos a nuestro campo, la imagen crítica antes descrita no se corresponde con la propia variabilidad de la disciplina. Aquella no es la crisis de las antropologías periféricas, sino de las antropologías que comenzaron a exteriorizar la tensión colonial inscripta en las relaciones de alteridad que ellas mismas habían construido. Como afirma Krotz, “resulta un tanto paradójico que en América Latina casi siempre se haya estudiado al ‘otro interno’ con las referencias teóricas, metodológicas y empíricas enfocadas casi exclusivamente hacia el abordaje de ‘otros externos’ de los países europeos” (2018:225). Esto no significa que haya que rechazar de plano las metodologías y/o teorías del Norte, sino reflexionar sobre la manera en que nos relacionamos con ellas, cuestión que hace legítimo un uso ecléctico de aquello que nos puede llegar a ser de utilidad, problematizando lo que nos obstaculiza para producir conocimiento situado bajo contextos y realidades diferentes. Consideramos que esta podría ser la referencia más importante del mapa que estamos queriendo trazar. Queremos así evitar las posturas extremas que podrían llevarnos a rechazar de plano todo aquello que tiene vicios de colonialidad, como lo era la comparación con intenciones de generalización, un método que puede ser entendido como una forma de imposición epistémica.
Como sugiere Matei Candea (2018), si la comparación en antropología está hecha de diferentes tipos de heurísticas cuyo valor depende del problema que abordemos, todas son igualmente imperfectas y parciales. La propuesta de resolverlo anteponiendo al análisis una descripción sistemática y precisa de las limitaciones de las herramientas intelectuales utilizadas es un ingrediente fundamental para sazonar mejores soluciones. El problema persistente, empero, es que no alcanza para producir esfuerzos mancomunados (y menos aún cooperativos) al interior de la disciplina ni en relación con otras, dado que no es claro cómo combinar intereses, intuiciones, propósitos y visiones fragmentarias en la misma praxis.
Desde nuestras latitudes, la comparación, no solo como método sino también como propósito epistémico, ético y político de una antropología situada, conlleva el riesgo de caer en lo que Mary Louise Pratt (2011) llama la auto-etnografía, es decir, aquella representación que realiza el colonizado como manera de comprometerse con los términos del colonizador[7]. ¿Es posible anular o escapar de este riesgo? Mientras nos consideremos antropólogas, creemos que no. Pero también creemos que podemos generar espacios desde donde ejercer una vigilancia epistemológica para estar atentos a estos riesgos, ya sean espacios teóricos, metodológicos y/o empíricos. A continuación, y basándonos en nuestra experiencia con la comparación, trataremos con las posibilidades que nos ofrecen estos espacios.
Como mencionamos al inicio, nuestro interés por la comparación en antropología se fue moldeando en el marco de un equipo de investigación dedicado al estudio etnográfico de procesos políticos y económicos regionales, que siempre supuso integrar la comparación como un problema que movilizaba aspectos tanto teóricos como metodológicos. En este sentido, el mapa a cuya producción buscamos contribuir es indisociable de esa experiencia, la cual estuvo atravesada por la temática de la comparación, que irrumpía siempre que poníamos en relación nuestras investigaciones. Así, cada vez que detectábamos núcleos conceptuales y/o enfoques que nos permitían reflexionar conjuntamente, terminábamos de una u otra manera entablando una suerte de diálogo metacomparativo, incluso sobre cuestiones que a priori hubieran parecido imposibles de comparar. En lo que sigue, reflexionamos sobre un trabajo comparativo que realizamos entre nuestras respectivas investigaciones (Gaztañaga & Koberwein, 2017) y que habíamos considerado como un “experimento”, dada la imposibilidad de determinar criterios “fuertes” de comparación.
Los procesos que comparamos habían sido previamente analizados de forma independiente y sin la intención de que fueran a convertirse en objeto de comparación. Así, cuando nos abocamos a esa tarea, la evidencia de profundas diferencias se tornó problemática. En primer lugar, se nos imponía el problema de las inexistentes conexiones entre los procesos estudiados, y sus notables contrastes relativos al nivel escalar en el que ocurrían. Del mismo modo, variaban el tipo de actores involucrados y las formas institucionales puestas en juego. Un caso analizaba los procesos relativos a la intervención de ONG y los agrupamientos informales de vecinos por el cuidado del medioambiente, en una zona de la provincia argentina de Córdoba —conocida como Sierras Chicas, que se encontraba sufriendo una profunda escasez de agua en el marco de una sostenida crisis hídrica. El otro analizaba las acciones de políticos profesionales y funcionarios de la más alta jerarquía provincial en pos de articular tres jurisdicciones diferentes (las provincias de Córdoba, Santa Fe y Entre Ríos), en tanto una integración subnacional que busca una mayor autonomía relativa frente a la administración nacional, en cuanto a la toma de decisiones y a la elaboración de políticas públicas. En el primer caso, el Estado era interpelado como un “obstáculo” para el logro de los objetivos de los protagonistas. En cambio, en el segundo, el Estado era el ámbito de su relacionamiento por excelencia.
A primera vista, esta suma de diferencias entre ambos casos hacía que fuera prácticamente imposible comparar. Sin embargo, una coincidencia nos permitió avanzar: en ambos mundos sociales, las personas pretendían incidir sobre las formas establecidas de organización espacial. Y la herramienta principal para lograr tal objetivo era la de crear nuevas configuraciones socio-territoriales entendidas como “regionales”.
Al constatar que los protagonistas de nuestros respectivos casos pretendían construir “regiones” como forma de intervención política, pudimos plantear un eje comparativo sólido, aunque no fuera un “criterio” de comparabilidad. Estos criterios se transforman en definiciones de conmensurabilidad ajenas y externas a los contextos sociales que, bajo las premisas de un método comparativo, pretenden garantizar la “objetividad”. En nuestra praxis comparativa, partíamos del conocimiento de que “lo regional” era desplegado creativamente, y en cada caso, por parte de actores con sentidos y proyectos muy disímiles. Nos abocamos, entonces, a tratar de dilucidar si las diferencias que se destacaban podían ser abordadas a partir del eje de lo regional. Así, una primera pregunta fue: ¿Qué sentidos de la categoría de “región” se están poniendo en juego para cada caso? Esta pregunta apuntaba a tratar de dilucidar si las diferencias aparentemente inconmensurables podían tener un estatus analítico en la comparación. Un segundo interrogante nos permitió realizar el movimiento opuesto. Es decir, tratar de dilucidar si las diferencias mencionadas podían arrojar luz sobre la supuesta variabilidad de sentidos en torno a la categoría región.
El experimento dio sus frutos en la medida que, en lugar de reafirmar las diferencias y la diversidad supuesta, nos permitió generar un nuevo eje de análisis no contemplado originalmente y que apuntó hacia aspectos comunes de ambos procesos. Independiente que en un caso se tratara de políticos profesionales y de funcionarios de jerarquía, y que el otro se enfocara en actores de la sociedad civil; o que en un caso el problema fuera el ambiente, una crisis hídrica, y que en el otro el excesivo centralismo del gobierno nacional; aun cuando un caso ocurriera en una zona de una provincia y el otro involucrara tres provincias diferentes; o que uno discurriera dentro de los entramados de la estructura del Estado y el otro lo hiciera “por fuera” de la burocracia… Más allá y a pesar de todo ello, un aspecto común emergió luego de la comparación: en ambos procesos, se producía una tensión entre el “territorio” concebido en términos objetivos, es decir como una condición dada que ejerce constreñimientos específicos sobre la acción política, y el “ordenamiento territorial” posible, ponderado como producto de acuerdos, conflictos y negociaciones en un contexto marcado por problemas sociales que, se consideraban, debían ser resueltos. Para un caso, una crisis hídrica, y para el otro la hegemonía del gobierno central. Aquella tensión entre el territorio objetivo y su ordenamiento posible estaba inscripta, para ambos casos, en el despliegue de la categoría de “región”, aunque de forma muy distinta.
En síntesis, la comparación fue realizada sobre casos singulares que habían sido abordados y estudiados separadamente, siguiendo un planteamiento de la etnografía como método, enfoque y texto. Al momento de comparar, ponderamos un eje abstraído de nuestros respectivos análisis. El resultado fue la identificación de relaciones homólogas para cada caso, pero de expresión diversa. Surgió, entonces, una nueva pregunta: ¿cómo conciliar esta operación de abstracción con las pretensiones holísticas del método, el enfoque y el texto etnográficos?
Si la comparación implicara la construcción de totalidades delimitadas —culturas, sociedades, grupos, poblaciones, clases, etc.— para recién luego compararlas con criterios “objetivos” (es decir, teniendo en cuenta homologías funcionales y/o equivalencias de escala determinadas a priori y externamente bajo las premisas de un supuesto “método”), tales operaciones de abstracción y descontextualización parecieran ser un camino errado como el que, en nuestro mapa, había transitado el evolucionismo decimonónico. Sin embargo, las cosas cambian al modificar la manera de considerar el problema de la comparación en antropología. Este no reside en las operaciones de abstracción y/o descontextualización (salvo que se realicen sobre totalidades apriorísticas), sino en el trazado de límites entre supuestas unidades de comparación que luego aparecen como autoevidentes, en el contexto de una pretendida determinación objetiva de conmensurabilidad. A este respecto, puede ser interesante recordar que las versiones más reduccionistas del método comparativo sostienen que, antes de realizar la comparación, deben establecerse los criterios de la conmensurabilidad. Ciertamente, el establecimiento de este tipo de criterios puede ser una poderosa herramienta comparativa, pero no es la única. Cabe enfatizar que los criterios de ese tipo son siempre políticos, a pesar de que se carguen de algo denominado objetividad científica.
El problema de la (in)conmensurabilidad es actualmente uno de los escollos no resueltos en la antropología y que más dificultades nos trajo al esbozar el mapa de la comparación en la sección anterior. Una manera de continuar en el camino es redireccionar los esfuerzos distinguiendo lo universal y lo singular que orientan los objetivos últimos de la práctica comparativa. Otra manera, tal como estamos planteando en esta sección a partir de nuestros materiales, es hacer de este escollo una oportunidad (un desafío, mejor dicho) y poner a dialogar casos aparentemente inconmensurables, construyendo un horizonte de comparabilidad que permita su tratamiento relacional.
Un ejemplo de análisis comparativo que ilumina nuestras preocupaciones y aporta riqueza a la variabilidad de respuestas acerca de la cuestión de la (in)conmensurabilidad es el que pone en práctica Sian Lazar (2012). Por cierto, con la salvedad de que se trata de una comparación encarada por la misma investigadora y con el propósito explícito de contrastar dos casos reunidos por una misma interrogación previa. Lazar está interesada en comprender el papel de los sindicatos en la constitución de la ciudadanía y la agencia política, desde un enfoque que va más allá de las definiciones liberales, cuestión que implica examinar qué tipos de prácticas ciudadanas constituyen la relación de una persona con el Estado en un contexto particular. Para ello, trabaja con comerciantes ambulantes en El Alto, Bolivia, y con trabajadores del sector público en Buenos Aires, Argentina.
Resumiendo un argumento largo y complejo de cara a la reflexión crítica sobre nuestro propio trabajo, podemos decir que, mientras el problema de la conmensurabilidad fue “resuelto” en nuestro caso a partir de un doble movimiento comparativo (detectar en cada caso una tensión entre el territorio objetivo y su ordenamiento posible en la categoría de región, para convertida luego en un eje abstraído de nuestros respectivos análisis que nos permitió identificar relaciones homólogas de expresión diversa), en el caso de Lazar, ella propone la noción de "comparación disyuntiva". Esta noción le permite discutir la naturaleza de las diferencias reales y aparentes entre los casos, y reflexionar etnográficamente sobre la comparación, lo cual requiere explicitar qué forma de comparación se intenta, en qué condiciones y para qué objetivos. Lazar argumenta que la comparación le facilitó el proceso de investigación al exponer las diferencias y similitudes entre contextos disímiles. Asimismo, se vio obligada a incorporar un meta-análisis de la noción de comparación, luego de encontrarse interpelada sobre cómo justificarla.
Desde el punto de vista de varios de sus colegas y también de algunos protagonistas de los procesos analizados, la comparación remitía a grupos inconmensurables. Lazar buscaba discutir esta afirmación. Para ello, encontró inspiración en la propuesta de Marilyn Strathern (2002), donde la comparación se asemeja a poner una cosa junto a otra, independientemente de la definición previa de su conmensurabilidad. Cuando “esas cosas son a primera vista muy diferentes, se trata de una comparación disyuntiva" (Lazar, 2012:351). Metodológicamente, significa que es posible comparar lo diferente con lo diferente, o comparar lo incomparable (Detienne, 2008).
Estos y otros esfuerzos, que no hemos podido desarrollar en detalle por cuestiones de espacio, nos permiten asumir una actitud reflexiva y crítica respecto de las formas en que valoramos las relaciones posibles o potenciales entre las cegueras y miopías analíticas, nuestras y de los demás. Lazar plantea que la mayoría de las antropólogas siempre ponemos en práctica alguna forma de comparación disyuntiva. A su juicio, quizás sea esta una de las contribuciones de la antropología a los análisis comparativos en general, dado que tiene el potencial de plantear preguntas que pueden no surgir a través de una forma de comparación más estrictamente representativa.
Tanto en nuestro caso como en el de Lazar, se han desplegado esfuerzos para que la dimensión político-epistémica de la comparación sea encauzada hacia una reflexión consciente y crítica, desde el momento en que proponemos cuestionarnos simultáneamente lo comparado y los modos en que comparamos. A nuestro juicio, todo ello permite trabajar en dos planos simultáneos. Primero, visibilizar los condicionamientos que aquella dimensión político-epistémica produce sobre el proceso de conocimiento, para intentar superarlos. Segundo, salir del autoengaño de estar aplicando un método objetivo, que no es más que la base de la creencia de que tendríamos así todo bajo nuestro control.
Con todo, se trata de encarar la comparación no como si fuera un modelo metodológico o una técnica (a ser descubiertos, generados o cuestionados), sino de imaginar e intentar implementar creativamente formas analíticas y teórico-metodológicas que nos ayuden a pensar críticamente el uso que hacemos de las herramientas de producción de conocimiento. Estas alternativas permiten poner en cuestión y someter a vigilancia las determinaciones político-epistémicas que conllevan dichas herramientas. En definitiva, se trata de una forma de practicar la “comparación en antropología” en lugar de postular o tratar de descubrir de qué se trata la comparación antropológica o etnográfica. Son formas reflexivas de salir de la discusión teórica sobre el método, a cambio de focalizar en la experiencia de la comparación potenciando su valor creativo para comprender las posibilidades humanas.
La comparación en antropología ha sido reinventada, elogiada y hasta rechazada, homologada en unificaciones y multiplicada de maneras heterogéneas. Este movimiento oscilatorio ha estado a veces yuxtapuesto y, a veces, desencajado del que ha atravesado la etnografía como enfoque, método y modo de conocimiento de la diversidad social y cultural. Si bien hasta hoy permanecen con fuerza ciertas visiones estrechas del método comparativo —donde la comparación de unidades sociales definidas en base a variables más o menos controladas y sistemáticas constituye un paso previo para la generalización—, actualmente recurrimos a las comparaciones para una diversidad de propósitos tales como describir y explicar, generalizar en diversos niveles conceptuales, desafiar las generalizaciones, cuestionar y crear nuevos enfoques y conceptos.
Los debates históricos y contemporáneos sobre la comparación en antropología muestran que el principal desafío de la comparación antropológica, y también su fuerza, reside en la multiplicidad de objetivos a menudo contradictorios que la sostienen. Por lo tanto, no podemos esquivar la contradicción, sino resaltar su positividad. Ella existe como parte de la identidad de la antropología y de su manera de producir conocimiento. Las indagaciones comparativas no solo profundizan nuestros entendimientos del mundo porque sirven de contexto y marco dinámicos para producir la alteridad de manera relacional, también nos transforman como investigadoras, ya que nos plantean un desafío que es tanto personal como disciplinar. Por cierto, requiere de una continua vigilancia epistemológica, pues nos enfrenta crudamente con el peligro de reificar relaciones sociales y procesos sociales vivos, y/ o con caer en la autoetnografía y el miserabilismo epistemológico.
En este trabajo, hicimos un doble movimiento. Por un lado, sentamos la pregunta de cómo esbozar un mapa de la comparación en antropología para establecer diálogos con las y los practicantes de otras disciplinas, tales como los alcances políticos y públicos de todo proceso de comparación y sus implicancias reflexivas y transformadoras a la luz de la experiencia etnográfica. Por otro lado, explicitamos y re-trabajamos críticamente muchos de nuestros supuestos para ampliar el universo de las preguntas sobre el tema comparativo en nuestra propia praxis de investigación. El primer movimiento fue el que guio la primera parte del trabajo, donde hicimos de la tensión universal-particular en la constitución eminentemente comparativa de la antropología nuestro eje de reflexiones. Esto nos permitió establecer algunos puntos sobre su relevancia actual, no solamente en relación con los problemas que investigamos, sino también sobre el “valor público de la antropología” (Borofsky, 2019) para la comprensión colectiva del mundo, más allá de las percepciones de casos individuales.
La metáfora del mapa nos permitió sortear la empantanada situación que deriva de la búsqueda del método comparativo en antropología, a saber, que este se disuelva. Las razones, como vimos, son variadas: porque las formas de comparar que se plantean como propias también existen más allá de la disciplina; o porque el acuerdo en abstracto acerca del origen y fundamento comparativo de la antropología no se expresa en un acuerdo concreto sobre cuáles serían los métodos y/o técnicas. Ni hablar de los imprecisos alcances y efectos, ni de cómo estos podrían afectar positivamente a una práctica cognoscitiva encerrada en casuísticas, cuyos puntos de contacto suelen ser instancias encerradas en condiciones desiguales de producción de conocimiento y una burocratización creciente. Concentrarnos en el segundo movimiento nos permitió revisitar críticamente nuestros trabajos y hacerlo con un ánimo comparativo renovado. Sobre todo, nos permitió devolver cierto optimismo a la hechura y lectura de un mapa tan gris. Así, sin perder de vista la reflexión sobre el estatus epistemológico y analítico de la comparación en la producción de conocimiento sobre la vida social y cultural, reflexionar comparativamente sobre la experiencia de la comparación puede ser un ejercicio que potencie el valor creativo de la antropología y de la etnografía.
Nuestra solución no surge de una teorización abstracta, sino de una experiencia comparativa y colaborativa concreta donde situamos el valor del gesto comparativo. Arropamos diferencias casuísticas y procesos aparentemente inconmensurables, y los re-trabajamos analíticamente como sitios de indagación conceptual (plantear lo regional como eje comparativo). Esto nos permitió retomar el problema de la conmensurabilidad tratándolo como parte de la propia indagación etnográfica (la variabilidad de la categoría región). Así, llevamos a cabo una comparación escalar que invierte el procedimiento usual de buscar la comparabilidad a partir de criterios internos o externos para guiar a las investigaciones.
El valor del proceso comparativo sigue siendo inestimable hacia dentro y fuera de la disciplina, para el rol público de la ciencia y para construir puentes de entendimiento que desafíen las formas violentas no comunicativas que hegemonizan el mundo de hoy. El proceso de comparar implica ejercicios diversos, al mismo tiempo reflexivos y sistemáticos, de creatividad conceptual y de honestidad metodológica, para producir nuevos conocimientos, hacer mejores preguntas y crear síntesis más acabadas. En el caso de la antropología actual, volcada mayoritariamente en un tipo de análisis etnográfico cada vez más situado en un sentido espacio temporal de escala micro, los estudios comparativos son fundamentales para aunar casuísticas aparentemente disímiles, a través del interés por resolver problemas sociales relevantes y para producir diálogos disciplinarios abarcadores (en lugar de estudios fragmentados y afirmaciones o conjeturas precisas, pero recluidas e incomunicadas). La posibilidad está: consiste en el esfuerzo mancomunado de hacer de la comparación una empresa explícita y reflexiva, coronada por el diálogo generoso que devuelva a sus participantes una impresión de los efectos particulares y los alcances más abarcadores de su práctica.
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[1] Dra. en Antropología, Investigadora del CONICET y Profesora Adjunta de la Universidad de Buenos Aires, en el Departamento de Cs. Antropológicas y en la Carrera de Cs. de la Comunicación; julieta.gaztanaga@conicet.gov.ar
[2] Dr. en Antropología, Investigador del CONICET y Jefe de Trabajos Prácticos de la Universidad de Buenos Aires en la Carrera de Cs. de la Comunicación, Facultad de Ciencias Sociales; adriankoberwein@conicet.gov.ar
[3] El método comparativo utilizado por los difusionistas también propició estudios sin tomar en cuenta el contexto y tratándolos como si fueran naturales. Similarmente, los análisis estadísticos de datos culturales no materiales buscaban correspondencias estadísticas entre instituciones sociales, basándose en datos interculturales (Leach, 1975:174-175).
[4] Esta aproximación al tratamiento analítico de la totalidad ya aparece, aunque algo rudimentariamente, en obras previas con Émile Durkheim y en su famoso estudio sobre las variaciones estacionales de los esquimales (Mauss & Beuchat, 1979).
[5] Para muchas antropólogas, al menos durante los últimos cuarenta años, la comparación fue equívoca y profundamente sospechosa porque se relacionaba con el imperialismo y un orden colonial en el cual las poblaciones humanas estaban “disponibles” como objetos de estudio. Incluso se llegó a asumir que la comparación parecería estar en crisis permanente (Detienne, 2008).
[6] Un trabajo clásico y seminal en antropología social acerca del tema de la conmensurabilidad es el de Barth (1972). Para un análisis actualizado y exhaustivo de la relación entre etnografía, comparación, conmensurabilidad e inconmensurabilidad, véase Buitron y Steinmüller (2020).
[7] Se trata de formas de representación a través de las cuales la burguesía de Europa trató, durante los siglos de expansión imperial, de “asegurar su inocencia al mismo tiempo que afirmar la hegemonía y la superioridad europeas” (Pratt, 2011:35). La antropología decimonónica y gran parte de la dominante del siglo XX, son herederas de estas formas de representación científica que no se ha borrado del todo a pesar de la “autocrítica” postcolonial.