Entrevista a Danilo Martuccelli[1]

Diálogos norte-sur: Amŕrica latina como horizonte heurístico y político[2].

 

Eduardo Canteros[3]

Irene Pochetti[4]

(Entrevistadores)

1. Presentación

Ese número temático se enfoca en el gesto de comparar en ciencias sociales y, en particular, en el ámbito de la intervención social y de las políticas sociales. Comparar es, según nuestra manera de entenderlo, un gesto en la medida en que implica un movimiento físico y mental que redefine contornos. La comparación ha ido siempre de la mano con las ciencias sociales, pero no siempre es pensada y reflexionada en cuanto tal, en sus límites, sus posibilidades y alcances. Algunas trayectorias intelectuales, científicas y políticas nos permiten pensar y cuestionar la comparación como gesto, porque la han construido de manera implícita u explícita en sus trabajos y movimientos profesionales.

Danilo Martuccelli es sociólogo, formado entre América Latina y Europa. Ha trabajado sobre y en estos dos continentes, específicamente desde los procesos de individuación, el lazo social, poniendo énfasis en las nociones de «desafíos», «imaginarios» y «soportes». Entre sus publicaciones, podemos mencionar Forgé par l’epreuve (2006), ¿Existen individuos en el sur? (2010), La societé singulariste (2010), Desafíos comunes (2012, en coautoría con Kathia Araujo), Les societés et l’impossible (2014), Lima y sus Arenas (2015) e Introducción heterodoxas a las ciencias sociales (2020) y El nuevo gobierno de los individuos (2021).

2. Diálogo

Irene Pochetti: Danilo, tu trayectoria te ha llevado a formarte en varios países entre dos continentes. ¿De qué manera esos desplazamientos han alimentado tu reflexión y tu practica de investigación?

Danilo Martuccelli: Voy a tratar de responder a la pregunta en términos más colectivos que biográficos. El hecho que alguien que se haya formado inicialmente, como fue mi caso, en ciencias humanas y filosofía y haya hecho luego un doctorado en una universidad europea era algo, dentro de ciertos grupos sociales, relativamente frecuente hace unas décadas. Sin embargo, la novedad como generación —de la cual formo parte— es que, por primera vez, personas que provenían de un país sudamericano, trabajaron sobre temas propios a las sociedades europeas o estadounidense. Es decir, algunas personas originarias del sur, con formaciones doctorales en las universidades del norte, consiguieron empleo y trabajaron en el norte, estudiando problemas sociales propios a estas sociedades (en mi caso sobre todo el caso francés, pero también algunos otros países europeos). La trayectoria biográfica incide en el trabajo intelectual: en mi caso, partí desde una mirada “latinoamericana” y, desde ella, se produjo la inserción en un mundo profesional distinto con sus reglas, sus horizontes y sus preguntas. Por supuesto, el mundo en el cual uno se inserta tiene la primacía, pero esto nunca elimina una sensibilidad algo diferente (la mirada del “etnógrafo”). Esta situación supuso una apertura profesional —estamos hablando de las décadas de 1980, 1990—, con respecto a la experiencia (casi única) de generaciones anteriores que, tras formarse en universidades del norte, en el sentido muy amplio del término, volvían a sus propios países de origen. Este cambio en las trayectorias profesionales hizo que se consolide “una” mirada propia a un conjunto generacional de científicos sociales, de los cuales formo parte. En mi caso este fue el primer movimiento de descentración. El segundo lo hice después, en sentido inverso, realizando sendos trabajos de campo o estudios de sociología histórica sobre los países de América del Sur. En ambos casos, la mirada es tal vez algo diferente, pero lo esencial se dio a otro nivel. Como generación, si lo enuncio desde América Latina, por la primera vez, se empezó a tener una visión menos ingenua de la que durante mucho tiempo primó en el pensamiento latinoamericano. Esa idea tan tenaz que “allá”, en las sociedades occidentales avanzadas, existía una modernidad sólida con procesos unilaterales de secularización o racionalización, etc. Sin que esto haya desaparecido del todo, los conocimientos de primera mano permitieron corregir las visiones más irénicas. Si regreso a mi propia trayectoria, digamos que incluso involuntariamente esto estimula una mirada un tanto hibrida, tanto en los trabajos que desarrollo en el marco de la sociedad francesa como en América Latina.

Irene Pochetti: Pienso en la traducción de esa mirada híbrida en tus trabajos, en particular, en tu libro ¿Existen individuos en el sur? Ahí rompes con esa idea hegemónica de la modernidad pensada desde el occidente y planteas cuatro factores específicos de la individuación en América Latina. ¿Nos podrías explicitar qué puntos de comparación pueden haber sido cruciales para hacer aparecer estas especificidades?

Danilo Martuccelli: Creo que la individuación es una de las problemáticas en las cuales es más claro el interés de la comparación, o sea, comparar los procesos por los cuales una sociedad fabrica los individuos. Hay un relato clásico, hegemónico, moderno occidental que supone que los individuos son el producto de un conjunto particular de interpelaciones institucionales, lo que el lenguaje clásico de la sociología llamó el “individualismo institucional”. Los individuos, según esta visión, serían el resultado de una manera de hacer sociedad, en la cual los soportes y las prescripciones institucionales son esenciales. Esta representación empezó a forjarse en el siglo XIX, se acentuó en la primera mitad del siglo XX y se volvió decisiva en la segunda mitad del siglo XX. Es decir, los individuos, algo muy patente en Europa, son indisociables de un conjunto de soportes y de políticas públicas. Incluso la representación del Self-made man no reenvía a un actor solitario: su conducta se condice con una conciencia moral fuertemente interiorizada. Cuando uno hace entrevistas en profundidad con individuos —como lo he hecho varias veces en mi vida en torno a los procesos de individuación en Francia—, las personas entrevistadas, hombres/mujeres, son indisociables de un tipo de individualismo institucional: son ellos/ellas y sus instituciones. Quiero decir que, de la manera más ordinaria, las instituciones aparecen como una evidencia en los discursos (la escuela pública, los apoyos, el trabajo social en caso de accidentes graves en una trayectoria, los derechos sociales, etc.). La vida personal está constantemente imbricada con un conjunto de dispositivos institucionales; las instituciones y las políticas públicas están omnipresentes.

Cuando uno aborda la misma problemática en el caso de América Latina, los relatos son muy distintos y la ausencia de las instituciones patente. Una de las primeras en subrayarlo fue Larissa Adler de Lomnitz, quien, en el México de los años 1970, mostró las capacidades de sobrevivencia de los marginales gracias a sus propios esfuerzos. Aunque su estudio se centró en un tipo particular de actor, mostró claramente cómo los individuos se desenvolvían de manera muy solitaria, acompañados de algunos familiares o cercanos, en medio de un abandono institucional. Para sobrellevar sus vidas, los individuos se ven conminados a desarrollar lo que Fernando Robles, en Chile, ha llamado “sistemas funcionales alternativos”, es decir, cada individuo tiene que tejer y recrear sus soportes y sus redes. Estos son esencialmente las familias, luego las comunidades o vecinos en los barrios. Pero, insisto, el principal soporte son las familias y todos expresan el sentimiento de que las instituciones, independientemente si es cierto o no, los apoyan poco, les dan pocos insumos, están muy lejos y muchas veces les complican las existencias.

Resultado: el trabajo comparativo pone al descubierto una paradoja desde el punto de vista de las representaciones ideológicas. En el fondo, todo bien analizado, hay muchos más individuos —en el sentido fuerte del término de actores— en los países del sur que en los países del norte. En el norte los individuos están activamente sostenidos por las instituciones. En cambio, en el sur los individuos son híper actores: tienen que desenvolverse con pocos apoyos, arreglárselas, emprender, afrontar de manera individual un conjunto de problemas que son tratados y asistidos por las instituciones en varios países del norte. Para decirlo de la manera más simple posible: los latinoamericanos, cuya situación en esto es similar a la de otros países de África o de Asia, suelen pensar que los “gringos” son tontos, o sea, carecen de astucia, de cintura, de viveza. Detrás de esta observación banal, se encuentra dos modos de individuación. El “gringo” no necesita ser demasiado astuto, porque se apoya y está sostenido por un entramado institucional que le resuelve muchas cosas. Por contraste, en América Latina, existe entre los individuos un muy expandido sentimiento de desprotección institucional. Por eso, nadie puede ser tonto, cada cual debe desarrollar formas de astucia. Modalidades de astucia individual que, como tantas veces se denuncia, conspiran contra los intereses del colectivo. Detrás de lo que solo parece ser una frase trillada y estereotipada (los tontos y los astutos), se puede percibir dos grandes modos de individuación muy diferentes entre sí. Por un lado, lo propio de un proceso de individuación ampliamente asistido y secundado por las instituciones. Por el otro, un proceso de individuación en el cual los actores tienen que aprender a desenvolverse a veces de manera solitaria, pero con el sentimiento sobre todo de no ser sostenidos y apoyados por las instituciones.

Otro ejemplo. Ante la crisis del COVID-19, a pesar de que el nivel de endeudamiento de varios países europeos era muy alto antes de la pandemia, los Estados no vacilaron en acordar apoyos institucionales muy significativos a sus poblaciones. En apenas año y medio, en Francia la deuda pública creció de cerca de 20 puntos del PIB. En América Latina, por el contrario, con muy importantes disparidades entre países, las ayudas no llegaron, o llegaron muy tarde o llegaron muy poco. En el caso de Chile, durante el primer año de pandemia, hubo pocas ayudas públicas y la población tuvo que recurrir a sus ahorros de pensiones o de cesantía laboral (solo a partir del mes de marzo del 2021, hubo apoyos institucionales importantes y cuasi universales). Es otro ejemplo, muy concreto, de lo que es vivir una crisis en una sociedad donde existe o no soportes institucionales. Las siluetas son muy distintas: si en los países del norte el individuo es él/ella y sus instituciones, en América Latina es él/ella y su familia.

Eduardo Canteross: Y en ese caso, la familia, ¿cómo la analizas en términos de institución?

Danilo Martuccelli: La familia es una institución. Cuando decía “la institución” para comparar entre países del sur y del norte, entre dos modos de individuación, estaba haciendo referencia a programas institucionales, a un conjunto de soportes y a mandatos explícitos de individualización. Desde los programas institucionales, en el sentido fuerte del término, lo importante son los soportes, los apoyos, los mandatos, las disciplinas, el conjunto de dispositivos que conminan y constriñen efectivamente a los individuos a convertirse en individuos. En América Latina los programas institucionales han sido débiles, o sea, el proceso de individuación se produce desde otras coordenadas. En esto, existe un cierto malentendido en torno al neoliberalismo. En el fondo, más allá de un cierto discurso muy general, el neoliberalismo en la región tuvo pocas capacidades de gubernamentalidad, de sometimiento disciplinario, de inculcación ideológica. En muchos ámbitos, el Estado latinoamericano tiene pocos poderes infraestructurales, o sea, escasas capacidades de penetración efectiva del tejido social. Cuando uno compara, por ejemplo, el gasto social y el gasto público en términos del PIB entre Europa y América Latina, las diferencias son considerables. El Estado, incluso en un país como Chile en donde fue comparativamente más fuerte que en otros países de la región, solo tuvo unas decenas de miles de funcionarios a fines del siglo XIX. Hoy en día, hay, siempre en Chile, unos 400.000 funcionarios y 1.000.000 de empleados públicos. Lo que quiero decir con estos ejemplos someros es que, contrariamente a la imagen que a veces se proyecta, los Estados en la región han tenido y tienen poderes infraestructurales limitados: poca administración y a veces escasa capacidad de penetración del tejido social. De allí, por supuesto, la importancia en la historia latinoamericana de los inquilinajes, los huasipungos, los enganches, los enclaves de producción: espacios o territorios fuera de la ley de los Estados. En este marco, el sentido mismo de la institución familiar varía: ella no se inserta dentro de un amplio conjunto de programas institucionales; ella es la institución desde la cual los individuos buscan paliar las insuficiencias o ausencia de los soportes institucionales.

Eduardo Canteross: A propósito de lo comparativo, en este texto que planteaba Irene y en lo que nos cuentas ahora, aparecen comparaciones entre, lo que podríamos decir, grandes regiones. Tú mismo dices “el norte y el sur”. Pese a que siempre es incómodo hacer esas generalizaciones, ¿cuándo emerge lo comparativo? Latinoamérica es bien diversa. Entonces, ¿cuándo uno se permite hablar de todo?, ¿cuándo uno desagrega? Lo mismo pasa con Europa. Se hace una típica distinción entre la Europa continental y la Europa insular (como en el caso de Inglaterra o Reino Unido). Lo mismo para el norte de América. Así, ¿cuándo uno puede hablar de estos entramados generales?, ¿y cuándo uno tiene que romperlo? Por ejemplo, ¿emerge lo comparativo dentro de este entramado llamado Latinoamérica, para ponerlo en el caso sudamericano?

Danilo Martuccelli: Voy a tratar de responderlo como siempre lo he vivido. Europa no es un horizonte heurístico en las ciencias sociales. Ciertamente hay una comunión de historias, hay desde hace décadas una construcción política, pero el horizonte de percepción de las ciencias sociales es profundamente nacional. Por lo mismo, es relativamente escasa la comparación, sino por lo general en base a indicadores producidos por organismos internacionales. En el fondo, el espacio intelectual de Europa, en tanto horizonte heurístico, casi no existe. Hay sociología francesa, alemana, italiana, británica, española, escandinava, etc. Por supuesto, existen brillantes excepciones. Pero, en la mayoría de los estudios, la tradición comparativa es débil (es decir, no existe el hábito intelectual de comparar “espontáneamente” situaciones nacionales: movilizar el marco de Europa para analizar, por ejemplo, un problema de desempleo en el sur de Italia).

América Latina construyó (y fue construida) desde otra tradición intelectual. Ya durante la Colonia, luego desde los procesos de posindependencia (a comienzos del siglo XIX) se construyó un ámbito supranacional, una identidad colectiva, que le permitió a la inteligencia latinoamericana comunicar entre sí. Una identidad regional que se estructuró también por la mirada externa, sobre todo de intelectuales o viajeros europeos o estadounidenses. Se trata de una realidad que sigue viva en la actualidad y a la cual, cada vez más, contribuyen académicos asiáticos. ¿Resultado? La producción de las ciencias sociales en América Latina, aunque se haya nacionalizado fuertemente en las últimas décadas, conserva y practica la memoria de este horizonte heurístico más amplio: o sea, de manera “espontánea” la comprensión de una realidad (una región, una ciudad, un país), se abre a ese espacio de comparación (América Latina, América del Sur). La especificidad nacional se percibe en comparación con otras experiencias nacionales, una y otras dentro del horizonte de Latinoamérica. Es una tradición intelectual como cualquier otra, pero define el ethos de una cierta práctica de las ciencias sociales desde una mirada latinoamericana.

Llego a la pregunta tan interesante que haces: en el 2021, ¿tenemos que continuar esa tradición o no? Es decir ¿debemos mantener vivo ese comparativismo latinoamericano (que a veces cayó en lo peor del ensayismo)? ¿Vale la pena guardarlo como un horizonte heurístico? Si observo la producción de las ciencias sociales hoy en día en América Latina, una gran cantidad de investigadores responde (al menos implícitamente) por la negativa. La sociología y las ciencias sociales latinoamericanas son infinitamente más nacionales hoy en día de lo que lo fueron en los años 1960 y 1970. Debido en parte a los exilios, en esas décadas hubo una fuerte circulación de investigadores (sobre todo, sociólogos, antropólogos y economistas), que reactivaron y reconstruyeron el horizonte de interpretación de América Latina. A esta fase de “latinoamericanización” le siguió una fase intensa de nacionalización de las ciencias sociales: en cada país, los debates son cada vez más intranacionales. Es una evolución, no es ni bueno ni malo, solo es una evolución.

En ese contexto, yo sí creo que hay que seguir defendiendo la tradición intelectual latinoamericana, con todos los riesgos que esto supone. Es importante, creo, mantener vivo este horizonte porque no solo ha permitido diálogos muy interesantes, sino que también ha permitido introducir nuevas preguntas y, sobre todo, permite enfrentar lo que está implícito en tu pregunta. Siempre resurge el problema de la legitimidad del perímetro de la comparación (ya sea entre países o entre barrios). Pero, el horizonte de América Latina permite abrir e insertar el estudio de los casos nacionales dentro de procesos estructurales comunes, los que, a su vez, permiten comparaciones y renovación de las preguntas. Las similitudes y las diferencias, unas y otras, se interpretan desde grandes tendencias comunes. Por un lado, desde el registro económico, a través de un modo de inserción en la economía mundial como exportadores de materias primas desde hace cinco siglos. Ningún país ha roto con eso. Por otro, desde la semejanza de regímenes políticos: el orden oligárquico, los regímenes nacional-populares, el Estado burocrático-autoritario, el neoliberalismo, etc. O sea, a pesar de la innegable especificidad de los casos nacionales (y regionales), las situaciones “ganan” inteligencia al ser estudiadas desde este horizonte heurístico compartido. Es esta tradición la que hay que preservar.

Respondo a lo que estaba implícito en la pregunta y que me parece fundamental. El horizonte heurístico de América Latina sirvió para lo peor y para lo mejor en el pasado. Para lo peor: un ensayismo sin ningún control, textos en los cuales, como a veces se critica, “América Latina no quiere decir nada” sino un vago acervo cultural común. Este significante un tanto vacío de “América Latina” es estimulado por una intelligentsia a la cual, trabajando en países del norte, le resulta cómodo construir el artefacto global de América Latina. Pero, también sirve para lo mejor: por acotada que sea una problemática o por localizado que sea un trabajo de campo (país, región, empresa, etc.), esta tradición posibilita una comparación heurística. En verdad, estimula la imaginación sociológica. Sí, siempre existe el riesgo de un comparativismo no controlado, pero también existe la promesa de una renovación heurística de las preguntas.

Y añado un aspecto suplementario: dada la geopolítica del siglo XXI, los grandes bloques e identidades que se forjan, la desaparición heurística (e incluso, la identidad cultural) de América Latina sería una auténtica pérdida. En las décadas que vienen, América Latina no va a ser un proyecto político (la “Patria Grande”), pues la fuerza de las naciones ha zanjado esta controversia. Pero, sería contraproducente que desaparezca como identidad cultural y, sobre todo, como horizonte de intercomprensión. Es, sin embargo, desgraciadamente lo que está sucediendo.

Eduardo Canteross: Y a propósito de eso, ¿qué es lo que dirías que está sucediendo en la actualidad con la América Latina como proyecto, como horizonte político?

Danilo Martuccelli: Mira, América Latina fue un invento de criollos en la posindependencia. Todos venían del mismo Imperio español y se enfrentaron a la necesidad de tener que construir naciones distintas sobre las antiguas delimitaciones administrativas coloniales. En este contexto, el horizonte latinoamericano fue estimulado por intelectuales y políticos criollos que, muchas veces por razones de persecución política, circularon bastante entre países durante la fase de los jefes de guerra entre 1820-1850. Es Bilbao en el Perú, Alberdi o Sarmiento en Chile (y no hablemos de Andrés Bello), entre tantos otros. Se cruzan, se conocen, hablan, discuten y “crean” una pequeña élite latinoamericana letrada, un espíritu… En la época, la región no se llamaba todavía América Latina, sino que se hablaba de Sudamérica o América del Sur. Progresivamente, este imaginario continental fue desplazado por las identidades nacionales. La noción de América Latina toma un nuevo impulso cuando, a fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX, se produce el tránsito del imperialismo británico al imperialismo estadounidense. Con José Martí y José Enrique Rodó, apareció un sentimiento latinoamericano antimperialista y antiestadounidense. Ese es el otro gran momento de la reinvención de América Latina. El modernismo literario y la poesía, por cierto, le dio expresiones mayores. Una vez más, encontramos la circulación de las élites: Rubén Darío en Chile y en Buenos Aires. Ese periodo duró algunas décadas y fue progresivamente otra vez seguido de un momento de nacionalización entre 1930 y 1960, en torno a los regímenes nacional-populares. De manera muy esquemática, en los años 1960 y 1970, se produce una nueva ola latinoamericana con las dictaduras militares y los exilios que se produjeron, experiencias que se articularon con organismos internacionales regionales ya existentes, como la CEPAL, o que se fundaron entonces, como FLACSO. Esto generó una nueva ola de circulación intelectual que incluye desde Fernando Henrique Cardoso en Chile hasta Néstor García Canclini en México. Un momento en las ciencias sociales que coincide, aunque desde todas otras bases, con el boom y el realismo mágico.

Tras este periodo, volvió a darse un proceso de renacionalización intelectual. Hoy en día, tímidamente es posible apreciar, tal vez por primera vez, un perfil distinto de América Latina, uno que se construye “desde abajo”, producto de las migraciones internas a la región. Aun cuando las migraciones entre países en América del Sur siempre existieron, nunca tuvieron un papel significativo a nivel del imaginario continental. Es posible que, paulatinamente, dada la envergadura de los flujos migratorios (según los periodos, venezolanos, colombianos, pero también argentinos, paraguayos, bolivianos, peruanos), se sedimente “otra” América Latina.

Llego a la pregunta que planteas. A pesar de estas trayectorias, la principal o una de las grandes fuentes del imaginario de América Latina hoy en día se construye desde las universidades estadounidenses. En ese país residen unos 50 millones de personas de origen latino (poco más o el equivalente de la población de Argentina o Colombia). En realidad, más del 90% de los latinos que residen en Estados Unidos son de origen mexicano y, luego, centroamericanos. En este contexto, se construye en las universidades una visión global desde los Latinoamerican Studies. Este otro horizonte de América Latina —como imaginario colectivo— influye poco en los países de la región. En cada país, los debates intelectuales se han nacionalizado, y el horizonte político y cultural latinoamericano ha perdido vigor o ha caído en desuso.

En el momento actual, el antimperialismo no logra darle hoy una unidad de aspiración a América Latina, como lo hizo en el 1900. Es evidente que el proyecto de la “Patria Grande”, digan lo que digan los que defiendan esa opción, no es algo políticamente viable en lo inmediato. El triunfo de las naciones (incluidos los debates sobre la plurinacionalidad) es manifiesto. ¿Dónde está entonces la unidad? En la cultura, en parte en la identidad, sobre todo en las experiencias. Aunque los latinoamericanos son muy diferentes, unos y otros se parecen entre sí cuando se comparan con otras regiones. Pese a que es difícil definir la “identidad” latinoamericana, se comparte una forma de ser y de hacer, una historia común, incluso conflictos y costumbres. Este zócalo común no solo es un pasado, también es un horizonte de futuro en un mundo donde cada vez más se reconstruyen grandes bloques regionales. En todo caso, me gustó mucho la expresión que usaste. América Latina es un horizonte político, cultural e identitario, en el mejor sentido del término.

Irene Pochetti: Asociando con esa idea de las transformaciones desde abajo, queríamos preguntarte alrededor de las crisis que han atravesado Francia y Chile en estos últimos dos años. Esto a propósito de la conflictividad que ha surgido, en particular, en el estallido social en Chile y en los chalecos amarillos en Francia. ¿Qué lectura nos podrías dar de esos dos momentos? ¿Qué nos dicen sobre las jerarquías y las tensiones democráticas que existen en ambos países?

Danilo Martuccelli: En la literatura especializada, desde bastante antes del 2018-2019, ha habido la tendencia a leer muchos movimientos sociales de los últimos 20 años como variantes de la lucha contra la globalización. Esto da una primera lectura: frente a una globalización de tinte neoliberal, aparecen formas de resistencia diferentes en varias partes del mundo. Esto colora de manera común muchas luchas sociales. Por ejemplo, la crisis subprime del 2008 y 2009 y el movimiento Occupy Wall Street, en parte las revoluciones de la Primavera Árabe, en parte las movilizaciones en Francia (Nuit Débout), o las luchas en las plazas en España, a los que se puede asociar las movilizaciones en Francia del 1995 contra la reforma de las pensiones o el nacimiento del movimiento alter-globalization en Seattle en 1999. En esta primera lógica de lectura, estamos frente a un ciclo de protestas propio a un mundo globalizado, en contra de un régimen de gobernanza neoliberal.

La segunda gran lectura que no es antitética con la precedente insiste en el carácter clasemediero de estos movimientos. En la base de estas movilizaciones, se encuentran grupos sociales que fueron integrados en cada uno de sus países, que tuvieron ciertos beneficios y derechos, y que progresivamente comprendieron que sus niveles de vida y sus expectativas de horizontes de clase se deterioraban. Se generalizó un sentimiento de “caída”, de crisis. Una posición que permite asociar, por ejemplo, los piqueteros en Argentina en el 2001 con varios otros movimientos similares en el mundo. Desde esta interpretación, la lectura de los chalecos amarillos o del estallido social cambia en su acentuación: la dimensión antiglobalización es subordinada al sentimiento de defensa y crisis de las clases medias.

Me parece que, tanto en el caso de los chalecos amarillos en Francia como el de los efímeros chalecos amarillos en el caso del estallido social en Chile, es posible formular una hipótesis suplementaria. Comienzo con el caso francés y evoco luego el caso chileno, puesto que aparentemente son muy diferentes. En Francia, la mediana de ingresos es de alrededor de unos 1.700 euros, lo que es, comparado a nivel planetario, un ingreso muy importante (y lo es tanto más si añadimos que Francia es uno de los países con gasto público, medido en porcentaje del PIB, más altos del mundo —alrededor de un 55%). Sin embargo, lo que revelaron los chalecos amarillos es que, a pesar de esa mediana “alta” de ingresos y servicios públicos, muchas personas no lograban terminar el mes. El aumento de los gastos fijos en los presupuestos familiares, la moderación salarial, pero también los cambios en las formas de vida, hace que, incluso con ingresos que leídos desde una perspectiva planetario son “altos”, los individuos tengan el sentimiento de enfrentar una vida dura. Aquí está lo fundamental: 1.700 euros por mes es, a nivel planetario y aunque solo sea una mediana, un ingreso muy significativo (muy probablemente corresponda al 10% más rico del mundo). La existencia de las dificultades, los malestares, las frustraciones dentro de ese grupo de actores sociales, indica, de alguna manera y en algún punto, que el incremento de ingresos económicos no va a resolver el sentimiento de aguda crisis social que se vive. Creo que eso fue, como promesa, lo mejor de los chalecos amarillos en Francia. En otras palabras, a pesar de la dificultad en nombrarlo y más allá de la diversidad de las orientaciones políticas, e incluso confusiones, el movimiento cuestionó el horizonte de un imaginario de vida. Cuando uno leía los sitios web de los chalecos amarillos franceses, lo importante estaba en las experiencias que se enunciaban. Por ejemplo, el aumento del precio de las estampillas en 0,5 céntimos, el problema de nivel de pensión de la propia madre que no le permitía terminar el mes, las dificultades para pagar el gas o la bencina. La impresión era inmediata: en una sociedad rica disponiendo de una importante mediana de ingresos, más allá del tema de las desigualdades, era cuestión de una sofocación cotidiana.

En el caso chileno, la mediana de ingresos es menor (es de 400.000 pesos, o sea, alrededor de unos 450 euros por mes como mediana), pero el estallido social también expresó este sentimiento de asfixia. Como se leía en alguna de las pintadas, “hay tantas cosas que no sé por dónde empezar”. Lo que se cuestionaba era la inseguridad urbana, los salarios muy bajos, las pensiones y el sistema de las AFP, el costo de los colegios, la salud por supuesto, el cansancio y los ritmos de vida. O sea, una vida precaria y al mismo tiempo una sofocación. El sentimiento de vulnerabilidad e inconsistencia tocó a todas las categorías sociales, incluidas las que pertenecían a los deciles más acomodados. Esto fue lo que se hizo visible en la marcha —muy importante, por cierto— del 25 de octubre del 2019, donde un enorme conjunto de personas del sector oriente de la ciudad (o sea, el sector acomodado) bajaron, como se dice en Santiago, hacia la Plaza Italia o Plaza Dignidad.

O sea, dos movilizaciones diferentes en dos países bien distintos muestran algo que es relativamente nuevo en el mundo: la expansión de un sentimiento de asfixia vital que concierne a las clases populares, las clases medias e, incluso, las clases acomodadas.

Para entender este proceso, la tesis de la crisis de las clases medias es insuficiente. Sin desconocer las diferencias nacionales, a nivel de la estratificación social puede formularse la hipótesis de la progresiva constitución de una clase popular-intermediaria. Tanto en la situación francesa como chilena, el clivaje principal tiende a contraponer a las clases acomodadas —digamos los dos o tres deciles con mayores recursos— a un conjunto diverso y amplio de actores ubicados entre los siguientes cinco o seis deciles. No es cuestión de minimizar las diferencias de ingresos, pero este conjunto de actores comparte experiencias de vida a nivel urbano, escolar, transporte, inseguridad, etc. Ese conjunto de actores, ese nuevo bloque, ya no puede ser asociado a las clases medias, pues no comparte del todo su imaginario estatutario y sus experiencias. De ahí, me parece, el interés de denominarlas “clases populares intermediarias”, es decir, un conglomerado (una “clase”) que difiere tanto de las clases medias tradicionales como de los viejos sectores populares. Esta representación busca terciar en el debate a propósito de las clases medias, nuevas clases medias, clases medias emergentes o vulnerables, nueva clase trabajadora, etc. Creo que lo que se está construyendo paulatinamente en el mundo es una nueva conflictividad social entre clases acomodadas y clases popular-intermediarias, un conglomerado muy heterogéneo, altamente individualizado, pero que porta la posibilidad de un nuevo ideal colectivo. Si nos centramos en el caso de América Latina, esto permite comparar el estallido social en Chile y leerlo heurísticamente en lazo con lo que ha sucedido en otros países de la región desde hace unos lustros (en Argentina, Brasil, Colombia o Perú). Los marcos nacionales, por importantes que sean, “ganan” al ser interpretados desde el horizonte heurístico compartido más amplio.

América Latina se pensó como una sociedad dual durante mucho tiempo. Dos mundos, el polo moderno y el polo marginal, y sus relaciones de colonización, explotación o indiferencia. A esta representación se le sustituyó, en las últimas décadas, la idea de una América Latina como una sociedad de clases medias. Hoy en día, creo que América Latina empieza progresivamente a pensarse por fuera del imaginario clasemediero propiamente dicho (estatus, consumo, aspiraciones). Progresivamente, es una hipótesis de trabajo, se consolidan las clases populares intermediarias, lo que implica un nuevo imaginario grupal y otras experiencias y horizontes de vida (sofocación, vida dura, malestar, críticas al crecimiento, etc.). La toma de conciencia del tema ambiental también participa en esta reorientación progresiva del imaginario colectivo y de los antagonismos sociales.

Lo que me parece clave es la expansión de una experiencia de sofocación compartida entre distintas clases sociales. Salvo grupos sociales muy reducidos (lo que designa el famoso 1%), progresivamente en todos los grupos sociales se expande un sentimiento de asfixia por razones económicas, a causa de los ritmos de vida, las frustraciones, las presiones y los controles. ¿Resultado? La sofocación, insisto, desde situaciones de clases muy diferentes, se está convirtiendo en una experiencia común compartida por un número cada vez más importante de actores sociales. Este sentimiento es un insumo importante para enfrentar la transición ecológica, la que no debe pensarse solamente como una necesidad o desde el fatalismo, sino como una oportunidad para transformar formas de vida insatisfactorias y asfixiantes.

Eduardo Canteross: Danilo, tú planteaste, por ejemplo, que “para poder comparar hay que asumir la estructura económica de los lugares en donde uno compara, ya sea eso en regiones, entre países o macro regiones”. También nos hablaste de que hay que considerar la estructura social de los países, particularmente hablaste de la clase popular intermediaria. En un contexto global donde cada vez se comparan con mayor frecuencia sistemas educativos, sistemas tributarios, políticas públicas y/o políticas sociales, ¿cuáles crees tú que son las principales precauciones que hay que tomar antes de considerar válida una comparación?

Danilo Martuccelli: El problema con estas comparaciones es que se estructuran desde las respuestas y no en torno a preguntas, Eduardo. Hay una película de Woody Allen (¡nunca me recuerdo cuál de ellas!) en la cual uno de los personajes dice: “sí, sí, claro, esa es la solución, pero recuérdeme cuál es el problema”. Lo importante es la pregunta. Cuando se compara, el objetivo principal es problematizar de otra manera. Por el contrario, el imaginario del benchmarking (la comparación de sistemas educativos, tributarios, etc.) parte presuponiendo la existencia en algún lugar de “buenas prácticas” de las que todos debemos inspirarnos. El benchmarking enuncia un horizonte generoso y abierto de comparación, donde todos debemos aprender de todos. Pero, las más de las veces solo es una nueva vía del viejo imperialismo: son los modelos de ciertos países (desarrollados) que se difuminan hacia los otros. En el fondo, no es cuestión de comparar para reinterpretar, sino de aplicar y expandir modelos de ciertos países hacia otros. Un trabajo de benchmarking que se hace a través de baterías de indicadores, por lo general, muy rígidos y cerrados. Por el contrario, todo auténtico ejercicio de comparación debe tener como horizonte la reproblematización. Lo importante no es buscar indicadores, sino pensar el esfuerzo de descentramiento con el fin de reproblematizar ciertos temas, ver las cosas de otra manera. O sea, interesa menos la solución, para regresar a Woody Allen, que las preguntas.

Vuelvo al tema de las clases medias. Cuando uno hace entrevistas en diferentes países, uno constata que la noción de clases medias que tienen muchos individuos no es en absoluto el de las clases medias “realmente existentes”, sino el de los actores acomodados. La referencia es siempre a la middle class, incluso a la white middle class de los Estados Unidos en los años 1960 —un nivel de vida y consumo muy alto que, incluso, existe cada vez menos en los Estados Unidos en lo que respecta a sus clases medias. Si entendemos estadísticamente las clases medias, o sea en torno a la mediana de ingresos, es manifiesto que estos individuos tienen una vida con muchas dificultades, frustraciones y preocupaciones, lo que los alejan de este imaginario clasemediero. En este contexto, la comparación invita a reproblematizar la estratificación social y sus imaginarios —es lo que intenta hacer la noción de clases popular-intermediarias. Detrás de la crisis del imaginario de las clases medias, se formulan nuevas demandas sociales, otros desafíos económicos y ecológicos.

Esta exigencia está muy lejos del benchmarking y de los indicadores promocionados por los organismos internacionales y sus modos de gobernanza. El trabajo social es uno de los ámbitos de la vida social más gangrenado por estas lógicas de evaluación comparativas. Ciertamente, eso hace que se empobrezca la comprensión al cancelarse la imaginación de las preguntas. La imaginación política existe cuando se replantean los problemas y no cuando se cree tener soluciones. Eso es comparar: producir herramientas heurísticas para abrir las cajas negras y tratar de pensar de otra manera.

Irene Pochetti: A propósito de tu libro Les societes et l'impossible y la imagen muy evocativa del Quijote, ¿qué mensaje podemos dejar a los estudiantes de trabajo social confrontados a los límites de lo pensable y de lo real?

Danilo Martuccelli: Hay una lectura muy profunda del Quijote propuesta por el novelista ruso, Vladimir Nabokov. Al analizar el Quijote mostró que, contrariamente a lo que transmite la célebre arremetida contra los molinos de viento, la novela relata cuarenta grandes aventuras, en las cuales veinte veces le va mal al Quijote, pero veinte veces le va bien. Lo imposible es más elástico de lo que muchas veces suponemos y la (in)fortuna de nuestras acciones algo infinitamente complejo. Creo que es una conclusión esperanzadora para una actividad tan quijotesca como el trabajo social.



[1] Profesor en Sociología, Université Pars Descartes, France. Es miembro del laboratorio CERLIS y del Institut Universitaire de France.

[2] Entrevista realizada en noviembre de 2021.

[3] Doctor en Arquitectura y Estudios Urbanos, académico del Departamento de Trabajo Social de la Universidad Alberto Hurtado.

[4] Doctora en ciencias sociales, profesora investigadora en Université Paris Est Créteil UPEC, LIRTES, Departamento carrières sociales, IUT de Senart Fontainbleu.