Guillermo Sagredo Leyton[1]
Recibido: 29 de noviembre de 2021
Aceptado: 13 de diciembre de 2021
Resumen
La sociedad civil en Chile se ha destacado históricamente por realizar servicios de asistencia social. Actualmente, se realizan diferentes prestaciones sociales, desde los albergues para el invierno hasta la entrega de servicios educacionales. En estas prestaciones, destaca la relación meramente económica que el Estado ha mantenido con ellas y el constante límite impuesto hacia la participación ciudadana, pese a los avances en la democratización y los ajustes menores al modelo económico durante la Transición. Si bien hoy existe normativas que hablan de la participación en la gestión pública, es objeto de críticas desde diferentes sectores de la sociedad civil, debido a la poca vinculación de dicha participación en las decisiones finales. Este artículo busca conocer el vínculo que el Estado chileno neoliberal y la sociedad civil organizada han mantenido desde la postdictadura (a partir de 1990) hasta nuestros días. Específicamente, se enfatiza en los dispositivos estatales y se usa como ejemplo el caso de las organizaciones de personas viviendo con VIH.
Palabras clave
Participación ciudadana, organizaciones de la sociedad civil, neoliberalismo, Ley 20.500, intervención social.
Abstract
Civil society in Chile has historically stood out for providing social assistance services and currently contributes with different social benefits, from shelters for the winter to the provision of educational services. In these benefits, the mere economic relationship that the State maintains with them and the constant limitations it imposes on citizen participation stand out, despite the progress of democratization and minor adjustments to the economic model during the transition. Currently, although there are regulations that imply participation in public management, they are criticized by different sectors of civil society, given the small effect of such participation in final decisions. This article aims to know, from the post-dictatorship (1990) to the present day, the link that the neoliberal Chilean state and the organized civil society maintain, with emphasis on state mechanisms and using the organizations of people living with HIV as an example.
Keywords
Citizen participation, civil society organizations, neoliberalism, Law 20,500, social intervention.
Cómo citar
Sagredo. G. (2021). Participación, sostenibilidad e intervención: Limitaciones para la sociedad civil en la gestión pública del Estado neoliberal chileno. Intervención, 11(2), 189-208.
La sociedad civil (SC) para Paredes (2011) es entendida como “ciudadanía participativa”, ya que pone al servicio de la comunidad iniciativas de diferentes personas que interactúan, se conflictúan y participan de lo social colectivamente. Por su parte, el PNUD[2] (2004) la comprende como una forma organizada que busca promover y defender derechos ciudadanos, a través de la participación y la deliberación. En ese sentido, sería un actor que representa el poder social en temas de interés público, actuando como fiscalizador de los actos de gobierno al mismo tiempo que su presencia profundiza la democracia (PNUD, 2004).
Para conocer el vínculo que mantiene el Estado con la sociedad civil en términos de intervención social, este artículo no solo describe parte de los cambios en el financiamiento (como los fondos concursables), también aborda la relación política unidireccional centrada en la prestación de servicios o en las experiencias de participación dadas en el contexto postdictatorial (PNUD, 2004). Estos aspectos se vuelven relevantes para entender cómo y dónde se desenvuelven las organizaciones.
En Chile, las organizaciones son reguladas por diferentes legislaciones. Entre ellas, destaca la Ley N°20.500, que sienta las bases para el derecho a la participación en la gestión pública como última normativa en la temática. Dicha normativa establece, entre otras, los Concejos de la Sociedad Civil (o COSOC) en servicios públicos, o un fondo concursable permanente que financia acciones de intervención de organizaciones en sus comunidades (Soto & Viveros, 2016).
Para fines de este trabajo, la SC es entendida como organizaciones sin fines de lucro, ya sean formales (que tengan personalidad jurídica) o informales. En particular, se enfoca en aquellas que, teniendo un carácter formal, pueden acceder a los dispositivos mencionados y generar acciones de intervención.
Previo a la Transición —marcada por la celebración de elecciones libres—, el proyecto neoliberal (Maillet, 2015) llevó a las personas a una mayor desconfianza en lo social y a una promoción de individualismo (Araujo & Martuccelli, 2020). Así, se propuso un Estado más ausente y un tejido social debilitado, que luego explica la marginación social.
Esta marginación es el motivo de la intervención social, la cual será explicada desde la concepción neoliberal chilena, en base a la relación jurídica que hoy tienen las Organizaciones de la Sociedad Civil u OSC[3] con el Estado. La intervención y su objetivo de disminuir la exclusión social es un concepto polisémico y en disputa. Por un lado, el Estado neoliberal lo asocia con la capacidad individual y el ingreso monetario acorde a la línea de la pobreza. En cambio, otras corrientes lo relacionan a la estructura institucional y a los vínculos que esta genera como motor de inclusión, con un enfoque en la comunidad (Muñoz-Arce, 2018).
Este trabajo comprenderá la exclusión social desde una enunciación estructural, donde, por motivos de rechazo institucional, las personas no pueden desarrollar su bienestar social, puesto que existe un grupo que ejerce poder sobre otro (Muñoz-Arce, 2018). Este rechazo no se relaciona con sus ingresos o capacidades, sino con los mecanismos y prácticas que genera dicha exclusión. Para graficarlo, vale destacar la discriminación bajo el concepto de “cáncer gay” que vivieron las personas seropositivas en Chile (Sagredo, 2021).
Los avances logrados por las OSC de VIH[4], como la Ley del Sida (2001) o las garantías de salud (2005), son una realidad. No obstante, estas han tenido que competir por fondos entre sí o modificar sus estatutos para ser elegibles en licitaciones públicas. En adelante, se presenta la metodología a usar, los resultados divididos para una mejor comprensión y, en las conclusiones, se relevan aspectos que permiten una participación de la sociedad civil en la intervención social.
Esta investigación se clasifica como cualitativa y de tradición inductiva al tomar las particularidades de los contextos y las relaciones. Busca comprender, a través de diferentes significados, la relación del objeto en términos de su descripción profunda, a modo de entenderlo y explicarlo en su dimensión relacional. No es de interés del investigador recopilar datos para explicar, sino más bien utilizar la ventaja de lo cualitativo para describir los contextos que atraviesan la postdictadura, el estigma del VIH y el rol de la organización social entre ambos escenarios. Para comprender las subjetividades de las relaciones políticas, se revisaron fuentes secundarias (Sánchez, 2019), que luego fueron tratadas bajo el análisis de contenido (Andréu, 2002) para una inferencia bajo su contexto.
Se usaron solo fuentes secundarias ante la complejidad de la confidencialidad de quienes viven con VIH y el contexto de pandemias. Lo anterior resalta la particularidad del estudio. En efecto, no se busca una generalización externa en ningún caso más que para el objeto en cuestión, ya que el estudio se hace en torno al caso chileno considerando su forma de Estado. Sus alcances son las fuentes y los contextos, ya que con fuentes primarias u otros contextos se podría profundizar en mayor temporalidad, fuentes o territorialidad de las OSC.
El objetivo de este artículo es dar a conocer los aspectos fundamentales de las OSC en Chile, en términos de su historia ligada a la intervención social. Esta ha evolucionado acorde a los contextos políticos, económicos y jurídicos, los cuales han modificado su accionar en el espacio público. Así, el propósito es examinar la relación jurídica-política entre el Estado de Chile y las OSC en términos de sus posibilidades de acción en la intervención social, haciendo hincapié en el período que arranca en 1990. La pregunta a responder es: ¿Cómo es la relación política-jurídica entre las OSC y el Estado de Chile en el contexto de asistencia social desplegado desde la postdictadura?
Se comenzará con una descripción de las OSC de personas viviendo con VIH, seguido de un breve recorrido histórico de las asociaciones civiles en Chile. Luego, se examinará cómo el contexto neoliberal y la posterior Transición a la democracia impactaron en su relación con el Estado, haciendo énfasis en las acciones de intervención social dentro de la gestión pública. Después se revisará el rol que han jugado las OSC en la intervención social de manera genérica, a modo de presentar un estado del arte con el actual modelo de vinculación entre el Estado y las OSC en el Chile postdictatorial. Ahí se detallarán aspectos políticos, financieros y de participación efectiva, para posteriormente revisar las discusiones.
La sociedad civil cumple un rol de cohesión social dentro de un Estado, al permitir la generación de confianzas en los grupos humanos. Dicho proceso se cristaliza en tejidos entre personas, sumando capital social. Lo anterior es entendido por Salazar y Jaime (2009) como las interrelaciones que se coordinan para el beneficio mutuo de quienes participan. Así, pueden amortiguar parte de su vulnerabilidad social. Con una mayor interacción social en el barrio, por ejemplo, se ha comprobado que puede quitarle espacio a la delincuencia (De la Maza, 2004). Por su parte, una mayor participación disminuye las tasas de desocupación, ya que la participación también genera tejido social y otorga mayores condiciones para la superación de la pobreza (Salazar & Jaime, 2009).
En general, existen diferentes concepciones sobre la sociedad civil. Para Maroscia y Ruiz (2021), es parte de un nuevo perfil con acciones particulares, con públicos diferidos y lógicas de intervención heterogéneas que se alejan de las tradicionales (sindicatos, estudiantes, colegios profesionales, iglesias), ya que estas han construido un espacio propio y un rol definido (Maroscia & Ruiz, 2021). Para el PNUD (2004), son aquellas que se han organizado en múltiples asociaciones que persiguen diferentes objetivos y alcances, y que habitan espacios territoriales de acción que pueden ir desde una villa hasta tener alcance nacional. Entre tantas, encontramos organizaciones de mujeres, consumidores o personas viviendo con VIH, etc.
En el contexto chileno, el Estado no busca promover la confianza entre las personas, ya que se perpetúa un sistema individualista (Araujo & Martuccelli, 2020 y 2010). Por eso, volver a generar redes de solidaridad se torna un desafío, sobre todo en un momento donde las organizaciones se encuentran fragmentadas, desfinanciadas y con baja incidencia política (De la Maza, 2011). Pese a todo, la SC ha ocupado el espacio del Estado cuando está ausente y así lo han demostrado las organizaciones seropositivas luego de la llegada del VIH a Chile (Sagredo, 2021).
Tapia y Lara (2020) relatan que, después del primer caso confirmado de VIH/Sida en Chile en 1984, se crearon las primeras organizaciones, como la Corporación chilena del Sida en 1987 (hoy AcciónGay), conformadas por personas seropositivas, sus amigos y familiares. En estos espacios, buscaron darse apoyo, generar medidas de prevención, demandar investigación y atención médica, entre otras necesidades. Esta red de apoyo no solo permitió generar tejido social en la clandestinidad entre personas históricamente perseguidas, como los homosexuales[5], sino que también fue una respuesta organizada por las personas (Tapia & Lara, 2020).
Dentro de la misma comunidad se generaron diferencias que amortiguaron su impacto político y social, debido al estigma que significaba el VIH. Con todo, la feminización de la pandemia del VIH fue una oportunidad para buscar nuevas alianzas (Sagredo, 2021). Sin embargo, también generó creencias en torno a que existen “victimas culpables” (como los hombres homosexuales que meritan vivir con VIH) y “víctimas inocentes” (como mujeres y NNA[6] afectados por el VIH), lo que se ve reflejado en la prioridad para mujeres y menores en el segundo artículo de la Ley N°19.779 o Ley del Sida.
La Ley del Sida de 2001 permitió un mínimo legal que institucionalizó diferentes iniciativas, pero el tratamiento antirretroviral (TARV) no estaba dentro de ellas. De ahí que pasara a ser la nueva bandera de lucha con apoyos de fondos internacionales. Ya en 2005 se aseguró la entrega de TARV, pero solo para quienes estaban en etapa Sida[7]. Una década después, fue para todas las personas notificadas (Sagredo, 2021). Tras lograr estos dos mínimos, las organizaciones fueron desapareciendo y solo algunas han logrado mantenerse vigentes, más aún cuando los financiamientos extranjeros se retiraron del país debido a escándalos de gestión (Tapia & Lara, 2020).
Comprendiendo las diferentes orgánicas presentes en la sociedad civil organizada, también vale destacar que existen diferencias en sus años de existencia. Si bien muchas organizaciones fueron ilegalizadas luego del golpe de Estado de 1973, varias han vuelto a la vida del derecho y, con la democratización, se han ido multiplicando las asociaciones (Soto & Viveros, 2016). Pero, la historia de la sociedad civil chilena y su rol de asistencia social no inicia con la postdictadura.
Es sus comienzos, destacan las sociedades filantrópicas y organizaciones de clase que buscaron resolver parte de la “cuestión social” a fines del siglo XIX, realizando diferentes acciones para el bienestar de las clases desfavorecidas paralelamente al Estado (Soto & Viveros, 2016). Acá el salubrismo (Olavarría, Moyano, Araya & Rivas, 2019) y la función social de la medicina se hizo notar, puesto que fueron parte de la planificación de la ciudad con una mayor higiene respecto a los alcantarillados o el acceso al agua.
Con el gobierno de Eduardo Frei Montalva (1964-970) y el desarrollo de la Promoción Popular[8], las organizaciones sociales tuvieron un espacio de fomento y formalización desde el mismo Estado (Soto & Viveros, 2016). Lo anterior contrasta con la situación actual del tercer sector en nuestro país, dado que existía una relación entre el Estado y las organizaciones que apuntaban hacia la cooperación. Pero, en contexto de postdictadura, el Estado no ha buscado reconstruir lo público (Güell, 2005).
En el escenario de un bienestar con carácter residual, donde las personas deben hacerse cargo de su desarrollo, la intervención social es un proceso complejo. La interacción genera medidas que, acorde a sus subjetividades, logran establecer procedimientos situados para lograr sus objetivos, previamente definidos por el Estado. Como ya se mencionó, estos objetivos radican en el modelo político propuesto, ya que mientras uno busca dotar al individuo de capacidades para lograr el éxito por sus propios medios, el otro se centra en la redistribución del poder de manera vertical con enfoque en las redes comunitarias. Para algunos/as profesionales de la intervención, la exclusión es un producto del modelo neoliberal, puesto que una persona se le priva si no puede pagar por un servicio (Muñoz-Arce, 2018).
Tampoco existe consenso sobre el rol de las organizaciones en la intervención. Por una parte, Massal (2007) plantea que el auge de las ONG prestando servicios estatales se produce por un proceso de debilitamiento estatal ante las reformas neoliberales. En consecuencia, la idea de “Organización No Gubernamental” entraría en tensión (Massal, 2007) respecto de su verdadera autonomía política y económica, puesto que debilitan su capacidad crítica. Pero, para ONUSIDA (2016 y 2021), que las OSC proporcionen servicios relacionados al VIH es, de hecho, una meta para el 2030 (Naciones Unidas, 2021). Específicamente, que un 30% de los servicios de detección y tratamiento, un 80% de los servicios de prevención y un 60% de programas de desarrollo social sean implementados por la sociedad civil, justificado en que el modelo de pares con enfoque comunitario, es una ventaja para tener impactos en poblaciones específicas. En Chile, se ha permitido a las organizaciones realizar detección acorde a la primera meta señalada, lo que será abordado más adelante.
Luego de un desarrollo de la vida pública en el siglo XX marcado desde 1932 por el Estadocentrismo (Güell, 2005), las asociaciones de todo tipo se fortalecieron. Y con ello, las personas más vulnerables vieron en los movimientos populares un puente con el Estado. Pero con la dictadura, la función social del Estado fue decayendo y solo creció en términos de seguridad o represión (De la Maza, 2004). Desde entonces, se pasó a una visión de mercado para la resolución de problemas sociales (Güell, 2005). La dictadura significó, por tanto, un quiebre con la participación social y en el quehacer de las políticas sociales, donde la ciudadanía pasó a ser una mera espectadora o beneficiaria (Ojeda & Joustra, 2021).
En los gobiernos de la Transición, la política social se definió por partidos con un amplio consenso neoliberal (Ojeda & Joustra, 2021), donde la urgencia estaba en focalizar el gasto social en aquellas familias que rozaban la extrema pobreza. Quienes estaban fuera de ese rango, tenían la opción de un subsidio estatal tipo “voucher” o, en su defecto, de buscar una deuda a través de la oferta de mercado para financiar necesidades sociales, como la educación; lo que explica en parte las tasas de endeudamiento y morosidad (Pérez-Roa & Gómez, 2019).
Al no encontrar respuesta a sus necesidades sociales en la oferta estatal ni en el mercado, la organización ha sido una alternativa viable para buscar la autosatisfacción de necesidades comunes, la que incluso ha sido apoyada por el Estado (Paredes, 2011). Se aprecia, entonces, que el modelo de intervención heredado y profundizado es el individual, basando la exclusión social en los ingresos de las personas y en su responsabilidad personal (Muñoz-Arce, 2018). El Estado ha financiado a diferentes organizaciones que entregan bienes —aunque principalmente servicios—, ya que promueven el bienestar social. Sin embargo, al no integrarlas en el diseño de política pública, en la práctica ha actuado como un financiador de un proyecto ajeno que acentúa su desentendimiento con lo social. En este marco, el rol de las organizaciones puede variar, pero siempre está acorde a la voluntad pública (Paredes, 2011).
Un ejemplo relevante ocurrió durante 1990, en los gobiernos de la Transición. La comisión presidencial de 1984 (Cámara de Diputadas y Diputados, 2019), con el tiempo y bajo estas administraciones, fue incluyendo la participación directa de las OSC de VIH dentro de la gestión pública. En particular, en la Comisión Nacional del Sida[9] (CONASIDA), dependiente del Ministerio de Salud. Esta corresponsabilidad inédita en acciones previamente exclusivas del Estado (DIPRES, 2010) tuvo su punto de inflexión con la Ley del Sida y la inclusión del VIH (Subsecretaría de salud pública, 2006) como patología GES[10], así como la obtención de terapias para el VIH.
El caso de la CONASIDA es un hito de participación (DIPRES, 2000) con un modelo de gestión reconocido a nivel internacional, y lo es porque incluye a la sociedad civil a través de mesas tripartitas en el diseño y la planificación de acciones (Tapia & Lara, 2020). Esto se logró, por cierto, con la inversión de fondos extranjeros. Una vez que este capital dejó de operar en Chile en 2008, las OSC perdieron su financiamiento, su capacidad de incidencia y su presencia en la gestión pública. Consiguientemente, terminaron reducidas a mesas descentralizadas coordinadas por el Estado (Muñoz, 2012). Pese a su corta existencia (fue reestructurada en 2005 y desapareció en 2010), de la CONASIDA se destaca su visión de la intervención social basada en la discriminación estructural de grupos marginados, como trabajadoras sexuales y homosexuales, más aún si eran seropositivas (Cámara de Diputadas y Diputados, 2019).
En la legislación, se destaca que la Ley N°20.500 (2011) sobre asociaciones y participación integra varias temáticas (Soto & Viveros, 2016) dentro del mismo cuerpo legal: el derecho a la participación en la gestión pública, consejos de la sociedad civil en instituciones, mayor transparencia pública, fomento a organizaciones y dispositivos como las cuentas públicas participativas o consultas ciudadanas.
Para dar respuesta al VIH, previamente, se crearon mesas regionales[11] de respuesta integrada (RRI) desde 2006, si bien surgieron de manera focalizada en 1996. En ellas, la Secretaría Regional Ministerial (SEREMI[12]) de Salud preside el Consejo Regional de VIH. Bajo ese cargo, invita a organizaciones y al intersector a dar cuenta de sus acciones y proponer nuevas (Tapia & Lara, 2020), siguiendo los objetivos ministeriales y el marco presupuestario asignado por el Ministerio de Hacienda.
La mesa aborda presupuestos para campañas de prevención, acciones comunitarias y operativos focalizados de test rápido de VIH. Aquello se realiza mediante licitaciones[13] para la ejecución de fondos públicos. No es posible incidir en su diseño, ya que es definido desde el nivel central/ministerial (Muñoz, 2012). Este vínculo se aleja de lo observado entre 1995 a 2008, donde la CONASIDA era parte de todas las acciones, decisiones y planificaciones.
La forma neoliberal del Estado, donde los derechos son un bien de consumo, no permite una intervención social que lleve al bienestar. Su accionar ha sido parte de la conflictividad que se acentuó en diferentes manifestaciones, sobre todo en 2019 con la revuelta de octubre o Estallido social. En este contexto, fueron las mismas organizaciones quienes, luego de la revuelta y posterior Estado de excepción, llamaron a realizar cabildos con una metodología sencilla, que permitiera un diálogo común. Luego, buscaron su institucionalización en la actual Convención Constitucional, encargada de la redacción del nueva Constitución chilena (Ojeda & Joustra, 2021).
Durante la pandemia por COVID-19, las organizaciones de VIH han jugado un rol clave para informar y mantener canales de comunicación, frente a la suspensión de la garantía de oportunidad que regula los plazos de atención (Superintendencia de Salud, 2020). A través de esos espacios, se mantuvieron la toma de test rápido y la entrega de preservativos, y se organizaron ante los menores ingresos de sus beneficiarios con cajas de alimentación. Más aún, prestaron apoyo al Estado para que todas las personas, que se encontraban en otra región a la de su hospital, pudieran acceder al tratamiento y la atención (Tapia & Lara, 2020).
Para comprender la relación política, se han mencionado algunos aspectos de la postdictadura chilena que mantuvieron elementos del periodo autoritario y que se ven reflejados en la Constitución de 1980. Estos han sido conceptualizados como enclaves autoritarios (Siavelis, 2009). Para diferentes miradas, hablamos de democracia incompleta (Paredes, 2011). Si bien contamos con elecciones y pluralidad de partidos políticos, la Concertación[14] mantuvo sin rupturas (Maillet, 2015) el sistema neoliberal, aunque con un mayor énfasis en lo social.
Un elemento característico de la dictadura era la exclusión social en las decisiones públicas y la visión de la ciudadanía como sinónimo de beneficiario/cliente, ya que buscaba distanciar lo social de lo político. Este aspecto se mantuvo en la postdictadura, para priorizar la gobernabilidad por sobre la participación social (Paredes, 2011). Lo anterior obstruye la democracia y no la distancia de la dictadura, generando similitudes. La última parte se explica por la ausencia de diálogo institucional en la medida que la ciudadanía cuenta con demandas no atendidas por las autoridades, ya que existen limitados dispositivos de escucha o participación. En este escenario, solo queda la confrontación como estrategia para hacerse escuchar. A la larga, esto no solo genera que las personas vean a las instituciones como parte del problema (Araujo & Martuccelli, 2020). Asimismo, motiva su alejamiento de los partidos políticos, desencadenado así en una crisis de representación (Siavelis, 2009).
Luego de la reforma constitucional de 2005 —que eliminó algunos enclaves autoritarios—, la oportunidad de generar nuevas normativas para la participación se vio mermada, al existir un paradigma en donde el Estado no percibe a la sociedad civil en autonomía. En efecto, la ve como un complemento, con la cual no tiene relaciones bidireccionales. Por ejemplo, aquello se vio reflejado en la negativa del Ministerio de Hacienda —como autoridad financiera que asigna recursos y evalúa programas (De la Maza, 2004)— para dar continuidad a la gestión mixta de fondos o para aumentar el financiamiento público a las OSC.
Cuando las autoridades de la Transición mencionaban la participación, lo usaban como sinónimo de consulta: consejos consultivos, cuentas públicas participativas, entre otros dispositivos, donde lo dialogado no se ve reflejado en las decisiones finales de manera vinculante. Los anuncios realizados por diferentes gobiernos tienen en común el entender la participación o el fortalecimiento de la SC como sinónimo de fomentar el voluntariado, la cantidad —no calidad— de fondos concursables y la articulación de redes consultivas donde luego no se generan acciones claras o conjuntas entre la OSC y el Estado (De la Maza, 2004).
Con la Ley N°20.500, se institucionalizó esta forma de comprender el derecho a la participación y se inicia la entrega de un Fondo (de Fortalecimiento de Organizaciones de Interés Público - FFOIP) de corto plazo (Soto & Viveros, 2016). Su ente rector está compuesto por representantes de las asociaciones y del Estado, similar a lo que hoy se realiza desde la Corporación Nacional de Desarrollo Indígena (CONADI)[15], donde hay representantes del Estado y de los pueblos originarios.
La ley no simplificó el trámite para obtener una personalidad jurídica (De la Maza, 2004) y se critica que el FFOIP se encuentra dentro de la División de organizaciones sociales de la SEGEGOB[16], un ministerio que forma parte del centro de gobierno (Rosales & Viacava, 2012), contando con una relación directa con la presidencia.
Paredes (2011) menciona que la gobernanza es entendida como una deuda del periodo concertacionista en términos de participación, ya que hay una falsa dicotomía entre orden, donde solo actúa el Estado, y desorden, el permitir la participación. Pero, la confluencia entre lo que llamamos al comienzo como “ciudadanía participativa” con los dispositivos de participación ciudadana es lo que lograría un mayor diálogo que se anticipe al conflicto (Paredes, 2011). Para ello, se vuelve urgente romper la inflexibilidad de las instituciones públicas moldeadas por el neoliberalismo, que las lleva a funcionar como un organismo privado donde lo político es indeseable (Ojeda & Joustra, 2021).
Sin duda, una vez que el problema público ha llegado a ser parte de la agenda gubernamental, existe un espacio de delegación de poder para que OSC puedan participar de la respuesta al problema (Urteaga, 2008). En el caso de VIH, la articulación lograda por la CONASIDA fue indudable. Pero, con el término del financiamiento en 2008, esta articulación perdió un pilar fundamental: la sociedad civil.
El escándalo de notificaciones por test de VIH en Iquique del 2008, el aumento de nuevos casos desde 2010, la mayor discriminación hacia las mujeres, la estrategia de abstención sexual, la promoción tardía del preservativo y su baja tasa de uso, las campañas genéricas sin público objetivo o las vulneraciones durante el proceso de vacunación por COVID-19 (CEVVIH, 2021), dejan ver que los desafíos respecto a información, educación, atención, tratamiento y no discriminación (Tapia & Lara, 2020), al ser abordados solamente por el Estado, siguen como desafíos pendientes.
Una modificación que trajo la postdictadura fue la relación financiera. Los fondos concursables son para implementación, sin incluir a las organizaciones beneficiarias objetivas en los demás pasos del proceso administrativo, como la planificación, diseño, evaluación o control. Estos fondos se caracterizan por ser intermitentes, solicitar cofinanciamiento, contar con montos bajos y proyectos de corto plazo (De la Maza, 2004). Ahora bien, el propio modelo de Estado requiere de privados para subsidiar o subvencionar su accionar público, y así cumplir con las políticas que se proponga. Por ello, el Estado prefiere contratar fondos o licitaciones con OSC, ya que prestan el mismo servicio a un precio más bajo y flexible (Paredes, 2011).
Igualmente, en las licitaciones públicas los objetivos de la acción pública ya vienen predefinidos por el Estado sin un diálogo bidireccional. En este marco, incluso las OSC tienen que cambiar los objetivos de sus estatutos para ser elegibles. Vale destacar que este factor de “predefinidos” orienta las acciones de los prestadores, sin importar su ánimo o no de lucro, hacia las acciones que el Estado mandata. Así, a medida que las organizaciones privadas reciben mayores fondos y ajustan su funcionamiento a los objetivos estatales (De la Maza, 2004), ven disminuida su autonomía y capacidad de crítica.
En el gobierno de Ricardo Lagos (2000-2006), el Estado comenzó a operar con un espacio virtual (Chilecompra) de compra integrada, estandarizada y de libre competencia entre privados, la que permite una mayor transparencia ante problemas de corrupción (Manzur, Neupert & Torres, 2018). Simultáneamente, también se construyó también una herramienta que permitía algunas exenciones tributarias a empresas (De la Maza, 2004), a través de las donaciones a fundaciones y organismos sin fines de lucro.
Esto se suma a las normativas previas de donaciones con fines culturales, educacionales o deportivas, donde el Estado, si bien no financia, sí estimula a empresas para hacerlo. Actualmente, las principales exenciones tributarias se dan a grandes empresas que financian fundaciones ligadas a gremios empresariales, instituciones religiosas o corporaciones de gobierno regional. Lo anterior demuestra la alta concentración en los recursos —y riqueza—, inaccesibles para la mayoría de las OSC. Así, se han ido generando brechas dentro de la misma sociedad civil (Soto & Viveros, 2016).
En el caso de VIH, se discuten parte de las licitaciones a través de las mesas regionales. Estas son para operativos extramuros o campañas de prevención comunitaria y se ofertan por Chilecompra, por lo que se debe hacer un registro[17]. Los operativos han permitido un mayor tamizaje en la búsqueda de nuevos casos para la detección oportuna del VIH. Pero, han sido interrumpidos por distintas circunstancias, como la revuelta de octubre de 2019 y la pandemia de COVID-19 (Tapia & Lara, 2020). En 2020, los fondos fueron entregados de manera directa y sin mediar licitación, pero solo para quienes ya habían recibido los años anteriores. Aun así, algunas organizaciones siguen realizando operativos durante la pandemia.
Para 2016, el principal financiamiento de las OSC en Chile se dio por transferencia pública, lo que representó un 46% del total. En menor medida, un 36% por ingresos propios y un 18% por concepto de franquicias (Soto & Viveros, 2016). Previo a la Ley N°25.000, los fondos de fortalecimientos se mantuvieron durante casi 10 años a través de dictámenes y normas menores. Con la Ley, el Fondo de Fortalecimiento para Organizaciones de Interés Público[18] no ha resuelto las demandas en financiamiento de las OSC, como mayor coordinación y sustentabilidad de las organizaciones. El fondo es de corto plazo, discontinuo, con bajos montos y bajo la lógica de proyectos.
Luego del golpe de Estado de 1973, se experimentó un cambio social que no fue inmediato (Güell, 2005), sino que tomó parte del recorrido histórico de la individuación en Latinoamérica. A diferencia de los siglos anteriores, durante este proceso se generó un relato aceptado sobre el emprendimiento personal, de quien se desarrolló a pesar de las adversidades como sinónimo de éxito individual (Araujo & Martuccelli, 2020). En la postdictadura, las personas no confían en otras, es complejo generar lealtades y tampoco existen herramientas o tiempo disponible para la participación colectiva (Paredes, 2011).
Como coalición gobernante en la postdictadura, la Concertación permitió una mayor acción del Estado en la política social, al aumentar el gasto sobre todo en aquellas temáticas dirigidas a sectores específicos. Por lo mismo, se crearon el Servicio Nacional de la Mujer (SERNAM, actual SERNAMEG[19]), el Instituto Nacional de la Juventud (INJUV) y la ya mencionada CONADI, entre otros servicios públicos. Así también, se formó el Ministerio de Planificación (MIDEPLAN, actual MIDESOF[20]), para coordinar de mejor forma esta nueva oferta social estatal. En la misma línea, se creó la División de Organizaciones Sociales (DOS)[21] para coordinar el quehacer del Estado en la materia. Pero, estas nuevas instituciones dirigidas hacia grupos específicos de la población han tenido dificultades para insertarse en la política social tradicional.
Actualmente, se ha avanzado en los vínculos con la sociedad civil de su cartera, logrando construir las primeras relaciones entre sí. Para algunas miradas, esta cercanía y participación ha sido instrumental (Paredes, 2011), en la medida que se basa en la competencia de OSC, tiene plazos breves y roles clientelares, e impulsa políticas que van tomando un cariz tecnocrático. En contraste, hay que nombrar la experiencia de la CONASIDA como un órgano cooperador entre asociaciones y el Estado, que permitió la gobernanza temporal de la pandemia de VIH/Sida (Lampert, 2019). A su vez, esto también contrasta con el rol de prestador de servicios que hoy juegan las OSC en las licitaciones.
Bajo la promulgación de la Ley N°20.500, fueron creados los Concejos de la Sociedad Civil en servicios e instituciones públicas, así como municipalidades. Estos son dispositivos que reciben a la sociedad civil y permiten el diálogo entre diferentes sectores, como academia, empresas y OSC, al alero del Estado. Estos consejos son una instancia inédita en el país. Pero, se configuran como dispositivos más informativos que de participación (Soto & Viveros, 2016), al tener un rol orientado a la rendición de cuentas administrativas, técnicas y políticas, similar a lo realizado en las mesas de RRI, desde una óptica informativa, voluntaria y no vinculante.
Existe una dinámica de los gobiernos de la Transición para proponer el diálogo ante diversos conflictos. Se convoca a mesas ad-hoc y se invita a diferentes personas ligadas a la sociedad civil, además de técnicos de gobierno. Estas instancias —plagadas de un lenguaje muy complejo, por cierto— terminan por mermar el impulso de la demanda, dada la falta de protocolización de estas mesas, al no precisar cuál será su finalidad o sus acciones cronológicas (De la Maza, 2011). Algo similar ocurrió con la “Mesa de Participación Nacional en VIH/SIDA y Derechos Humanos”, la cual tuvo una breve duración (Tapia & Lara, 2020), entre 2016 y 2017, que respondió al cambio del gobierno de turno.
La representatividad de las organizaciones es un aspecto fundamental, relacionado con la participación interna y las capacidades de movilización en el espacio público. Para Dagnino (2018), la representatividad puede ser entendida como la capacidad de presión en manifestaciones callejeras. Pero, también se ha entendido como la capacidad de un “representante” de la sociedad civil para articular intereses difusos —pero de comodidad para el Estado—, sin mediar una fuerte relación orgánica con sus supuestos representados. En efecto, dicho poder es posible porque cuentan con conocimiento sobre el tema en específico, al haberse relacionado en algún momento con Estado (Dagnino, 2018). Este aspecto se vuelve fundamental ante modelos que buscan la mayor participación para las comunidades.
La institucionalidad heredada de la dictadura obstaculiza la participación efectiva, lo que es sostenible en un régimen de represión, no en democracia. Mantener el actual modelo de ausencia de lo social en lo público solo erosiona las relaciones sociales a largo plazo y, a su vez, permite un descrédito que tensiona la institucionalidad. De ahí que los momentos de crisis sean inevitables (Ojeda & Joustra, 2021). Lo anterior se reflejó en la revuelta de octubre de 2019 y la crisis sociosanitaria desencadenada por el COVID-19.
Un nuevo entendimiento de la participación debe evolucionar de lo consultivo e informativo hacia un modelo de mayor simetría entre las partes, haciendo posible un diálogo vinculante. Evidentemente, permitir una mayor participación también es un ejercicio del juego de poder, pero que nos empujaría a una gobernanza que trascienda la sola gobernabilidad estatal (Dagnino, 2018). Y es que, debido a esto último, una reforma legal o tributaria requiere de muchas voluntades y la confluencia de muchos actores que se han resistido a compartir el poder y los recursos (De la Maza, 2004). En la misma línea, las OSC no pueden solo depender de la cooperación internacional o de prestar servicios, puesto que la autosostenibilidad no es aplicable para todas las organizaciones.
En el caso de las Personas Viviendo con VIH (PVVIH), podemos ver que luego de una fuerte inversión extranjera, el Estado no se hizo cargo del financiamiento de las organizaciones (DIPRES, 2010). Por eso, han tenido que competir entre sí por fondos para seguir existiendo. Las actuales licitaciones de test rápido carecen de una escucha bidireccional, por lo que las organizaciones son relegadas a la prestación de servicios, mientras las tasas de VIH aumentan (Sagredo, 2021). Fue la propia Cámara de Diputadas y Diputados, luego de la formación de una Comisión Especial Investigadora en 2020, quien propuso crear “CONASIDA 2”, un órgano Estatal con mayor apertura y escucha a la sociedad civil (Cámara de Diputadas y Diputados, 2019), como también a otros actores.
Es recomendable reubicar los dispositivos, como los fondos concursables de servicios o los Ministerios altamente políticos, ya que gestionan la obtención de fondos. Estos han sido la principal fuente de sostenibilidad de las OSC y, por lo mismo, no puede estar sujetos al vaivén de cada gobierno. Es destacable la experiencia de los COSOC: aun cuando sean meramente consultivos, estos consejos son un antecedente para una eventual normativa que acentúe la participación. En efecto, el engranaje institucional y las relaciones sociales no partirán desde cero (Soto & Viveros, 2016).
Primero, es necesario destacar que la sociedad civil cuenta con diferentes conocimientos y una acumulación histórica de experiencias en la intervención social. Por ello, su posicionamiento es clave para las políticas sociales. Al conocimiento racional, que hoy valida las políticas públicas y que en ocasiones incorpora el conocimiento académico, se debería sumar el conocimiento experiencial (Baillergeau & Duyvendak, 2016) de la sociedad civil. De este modo, será posible incorporar nuevas perspectivas a la intervención, lo que ha dado interesantes resultados en Países Bajos.
Lo anterior toma relevancia cuando se conoce el caso del VIH en Chile durante la postdictadura. En particular, las acciones tomadas por la CONASIDA, para que las personas seropositivas recibieran atención médica y disminuyeran las barreras de discriminación en la sociedad. A pesar de las condiciones estructurales de exclusión, su acción fue en directo beneficio de quienes vivían con VIH (Muñoz-Arce, 2018). La sociedad civil, con su conocimiento experiencial, puede entregar información valiosa del vivir con VIH para el diseño de políticas públicas. Así, se solucionaría un problema de salud pública en conjunto con el Estado y, con ello, se avanzaría en el fin de una pandemia.
El informe realizado en el contexto de la Comisión Especial Investigadora para VIH de la Cámara Baja lo demuestra. Ahí se releva la importancia social, cultural y política de la CONASIDA como un organismo interministerial y coordinador de los diferentes diseños políticos, para contar con una estrategia integral respecto al VIH en términos de prevención, diagnóstico, control y tratamiento. También se destaca la cercanía del órgano coordinador con las organizaciones, la academia y el sector público en distintos niveles (local, regional y nacionales), al garantizar la ejecución de los planes (Cámara de Diputadas y Diputados, 2019).
La CONASIDA no fue solo una medida para dar respuesta a un problema de mercado o de Estado pequeño. Fue plenamente empujada por la necesidad de detener la marginación social, para que las personas seropositivas pudieran acceder a los servicios de salud, así como asegurar el VIH dentro de las garantías GES. Por otro lado, también generó tejido social en una temática sin precedentes en Chile, permitiendo romper con parte del estigma y exclusión que ronda hasta nuestros días a las PVVIH (Tapia & Lara, 2020). Se organizaron e impulsaron movimientos, pese a que las autoridades de la dictadura decidieron no actuar al negar el virus y a los homosexuales (Sagredo, 2021). Así, realizaron incidencia política en diferentes niveles y lograron contar con garantías: consiguieron dejar de ser sujetos de caridad para pasar a ser sujetos de derecho, desde su propia visión y sus necesidades de intervención.
A pesar de sus aportes, las OSC de VIH en Chile fueron insostenibles ante su dependencia de fondos internacionales. En efecto, apenas se retiraron del país, impactaron negativamente en su participación. Así, una estrategia de financiamiento no permanente se configura como una amenaza y una debilidad organizacional. El modelo de licitaciones públicas para la toma de test rápido de VIH tampoco ha significado una mayor participación de las organizaciones en la vida política o, en lo organizacional, un cambio de relaciones respecto a su sostenibilidad financiera. Aunque se asemeja al modelo propuesto por Naciones Unidas en la declaración política de 2021 (Naciones Unidas, 2021), finalmente apela a que cada persona deba hacerse cargo de su estado de salud de manera individual, cuestión que lo aleja del modelo comunitario.
En estas condiciones, la rearticulación del tejido social se vuelve compleja ante una intervención basada en la persona y el desarrollo de sus capacidades individuales. Esta situación, sumada a la precarización laboral de las OSC, genera un modelo de intervención cuestionado por sus propios profesionales (Muñoz-Arce, 2018). Por ello, ordenar al tercer sector en normativas integradas para crear organizaciones y registrarlas ante el Estado, es sinónimo también de velar por un empleo decente, acorde a la ley y con las reglas necesarias para lograr una intervención profesionalizada, de calidad y valorada.
Se deben considerar los estudios de experiencias latinoamericanas como la ciudadanía ampliada de Brasil (Dagnino, 2018), la cual buscó una mayor coordinación y cooperación entre el Estado federal y las OSC bajo un proceso de democratización, participación y contractualización. Ello derivó en un marco normativo que incluía a las organizaciones en consejo de política pública y que, incluso, avanzó en presupuestos participativos o contratos directos entre Estado y OSC en su tercera fase. Pero, esto no significó un fortalecimiento del tercer sector. Al contario, incluso surgieron algunas rencillas por la competencia de estas provisiones, misma debilidad que tienen hoy las licitaciones de test rápido.
En sentido de representatividad, vale la pena conocer si quienes ejecutan en la actualidad los fondos de VIH en representación de una comunidad cuentan con una representatividad ligada a relaciones orgánicas fuertes (como las evidenciadas en la CONASIDA) o, en cambio, son más bien prestadores para el Estado. Esto cobra relevancia, puesto que la participación, la representatividad y la democracia entran en una confluencia tramposa[22] (Dagnino, 2018), ya que sus significados son vaciados y/o desplazados. Donde la democratización del sector público son licitaciones, la participación es prestación de servicios. En consecuencia, la representatividad se vuelve funcional a los fines del Estado y no a los de la sociedad civil organizada.
Finalmente, se requiere una normativa que permita un mejor registro, a través del perfeccionamiento de la Ley N°19.862 y una fiscalización de las OSC —más aún, si llegan a ser parte de la toma de decisiones. La transparencia sobre sus gastos y su planta de trabajadores, la diferenciación con el voluntariado y la promoción del trabajo digno, son aspectos que se vuelven decisivos al comprender que las OSC cumplen un importante rol en tanto prestadoras de servicios y empleadoras (Soto & Viveros, 2016). Y para ello, es menester un cambio estructural en la definición del Estado. En este momento, este desafío no se ve lejano, ante una discusión política constitucional que ha dado luces de ir en una dirección afín a una mayor participación y consultas hacia la ciudadanía respecto al quehacer público.
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* El presente trabajo es producto de una investigación de Magíster en gobierno sobre “La respuesta al VIH en el Chile neoliberal”.
[1] Administrador Público, Magíster en gobierno y gerencia pública de la Universidad de Chile. Socio fundador de la asociación de jóvenes positivos (AJP – @CEVVIH). Coordinador de formaciones de la Red de jóvenes positivos de Latinoamérica y el caribe (J+LAC). Correo: guillermo.sagredo@ug.uchile.cl
[2] Programa de las Naciones Unidas para el desarrollo.
[3] Organizaciones de la sociedad civil.
[4] Virus de la Inmunodeficiencia Humana.
[5] A mediados del siglo XX, bajo la Ley N°11.625 de Estados Antisociales se buscó perseguir activamente a los homosexuales, junto a otros grupos “indeseables” de la sociedad. Fue derogada en 1994, pero no fue hasta la derogación del delito de “sodomía” en 1999 para que el ser homosexual dejara de ser ilegal.
[6] Niñas, niños y adolescentes.
[7] Quienes viven con VIH, deben tener un conteo menor a 250 copias de células CD4 (inmunosupresión) para declarar etapa Sida, siendo reversible con los actuales tratamientos.
[8] Iniciativa para fomentar las organizaciones comunitarias y fortalecer la participación de sectores marginados de las decisiones políticas.
[9] La CONASIDA fue una comisión dependiente del Ministerio de Salud, creada en mayo de 1990.
[10] Garantías explícitas de salud. Desde 2005, la Ley N°19.966 asegura garantías para enfermedades focalizadas en Chile.
[11] Por recomendaciones de Naciones Unidas, se aplica una estrategia descentralizadora para que cada región proponga medidas acordes a su territorialidad.
[12] Secretaría regional ministerial, autoridad política regional.
[13] Son una de las formas de compra de bienes y servicios por parte del Estado. Este genera una necesidad a ser cubierta y las personas jurídicas inscritas en Mercado Público, espacio virtual donde el Estado realiza sus adquisiciones, pueden ofertar soluciones a dichas necesidades.
[14] La Concertación de Partidos por la Democracia es una coalición política de centroizquierda que gobernó Chile entre 1990 y 2010, con cuatro gobernantes sucesivos.
[15] Corporación nacional de desarrollo indígena.
[16] Ministerio Secretaría general de gobierno, el cual actúa como vocería directa y oficial de presidencia.
[17] En 2003, la Ley N°19.862 creó un Registro de organizaciones que reciben fondos públicos, a cargo de la Tesorería General de la República. El trámite es voluntario, pero indispensable para ser elegibles.
[18] Fondo concursable entregado por SEGEGOB.
[19] Ministerio de la Mujer y la Equidad de Género.
[20] Ministerio de desarrollo social y familia, ex Ministerio de planificación.
[21] División de organizaciones sociales.
[22] La autora hace la aclaración de que el texto se titula “Confluencia perversa”, pero la mejor traducción al español es la palabra tramposa o engañosa.