Isaac Ruiz Muñoz1
https://orcid.org/0000-0003-1419-5577
DOI: 10.53689/int.v12i1.143
Recibido: 10 de junio 2022
Aceptado: 16 de julio 2022
Los procesos de intervención social y la construcción de políticas públicas y sociales hoy expresan una marcada racionalidad neoliberal y tecnocrática. Esta racionalidad, no solo permea al Estado, sus instituciones y la ciudadanía, sino que también a la formación y el ejercicio profesional de carreras como Trabajo Social.
Trabajo Social – como profesión y disciplina – se encuentra estrechamente ligada al Estado, por tanto, la formación misma en Trabajo Social – y, en consecuencia – las intervenciones que se agencian desde esta se ven permeadas por esta racionalidad neoliberal y tecnocrática. Uno de los sujetos sociales sobre los que recae nuestra intervención es la infancia. Para avanzar en procesos transformativos que reconozcan la actoria y participación política de la infancia, es necesario romper con las lógicas coloniales y adultocéntricas que nos imponen los dispositivos de intervención desde los que sitúa nuestro hacer.
Palabras clave:
Trabajo Social, infancia, neoliberalismo, tecnocracia, colonialidad, subalternidad
The processes of social intervention and the construction of public and social policies today express a pronounced neoliberal and technocratic rationality. This rationality permeates not only the State, its institutions and citizenship, but also the education and professional development of careers such as Social Work.
Social Work - as a profession and discipline - is closely linked to the State, therefore, the education and training in Social Work - and consequently - the interventions that are carried out from it, are permeated by this neoliberal and technocratic rationality. One of the social subjects on which our intervention is based is childhood. In order to advance in transformative processes that recognize the acting and political participation of children, it is necessary to break with the colonial and adult-centric logics imposed by the intervention devices from which our work is based.
Key words:
Social Work, childhood, neoliberalism, technocracy, coloniality, subalternity.
Ruiz, I. (2022). Racionalidad neoliberal, estado tecnocrático y subalternidad de la infancia chilena. un desafío de transformación/intervención para el trabajo social. Intervención, 12(1), 71-85
Trabajo Social, en tanto profesión y disciplina de las ciencias sociales, habita dos mundos que habitualmente se presentan contrapuestos. El primero de los mundos al que haré referencia se puede denominar como técnico e instrumental.
El otro mundo, es aquel que busca fortalecer el desarrollo disciplinar e investigativo del Trabajo Social. Para ello, se nutre de la investigación social que se desarrolla dentro de la esfera académico/universitaria.
Para efecto de la presente reflexión académica, el eje de análisis se centrará en el primero de los mundos señalados; este es, aquel que se sustenta en la dimensión técnico-instrumental del hacer del Trabajo Social y que además es reconocido y reivindicado por un aparato estatal altamente tecnificado, o si se quiere, tecnocrático, que además - de forma simultánea – es agente y víctima de lo que podemos denominar una racionalidad neoliberal (Martínez, 2020).
Desde el hacer tecnocrático y neoliberal del Estado y del Trabajo Social se pueden reconocer ciertos efectos contraproducentes que genera este acto tecnificador de lo público; y de los procesos de intervención que se implementan al amparo del Estado, pues en este ejercicio se relega a un espacio secundario la participación social de diversos actores que son sujetos receptivos – beneficiarios últimos – de los procesos de intervención social sustentados en las institucionalidades públicas. Claro está – y como bien expresa Matus (2002) – Trabajo Social aparece en este acto como el brazo armado; pero de perfil ferretero, que acarrea las intervenciones definidas desde la alta esfera estatal, sin embargo, en este acto cada vez más tecnificado se niega sistemáticamente el legítimo reconocimiento de los sujetos sociales beneficiarios de los procesos de intervención social estatal, reemplazando estas voces por las del criterio experto. Así; se pierde la voz y la participación de quienes son sujetos de intervención, dado que sus realidades no caben en un formulario o en la planilla Excel para la gestión de casos.
Este último efecto, impacta mayormente a grupos que pueden ser significados como subalternos (Modonesi, 2010), dentro de los cuales es posible situar al sujeto social infancia (Sepúlveda, 2021). Sobre este último sujeto social - de igual modo que con otros sujetos sociales como mujeres o personas mayores - recaen efectos de colonialidad del poder, del saber y del ser (Restrepo y Rojas, 2010). Lo anterior, es posible reconocerlo en procesos de intervención social y en el amplio espectro de relaciones sociales marcadamente adultocéntricas (Moscoso, 2009; Pussetto, 2016).
De este modo, se configura un escenario problemático que puede ser objeto de transformación desde el Trabajo Social. El escenario que se analizará se encuentra inserto dentro de una racionalidad neoliberal que tecnifica, pero deshumaniza los procesos de intervención, al subalternizar y no reconocer como sujetos de derecho íntegro al colectivo infancia. Entre otras cosas, esto se debe a los efectos de colonialidad adultocéntricas que existe en el abordaje interventivo de este grupo social, quienes por su condición de minoridad no son reivindicados como seres humanos plenos, con capacidades y actorias que incluso implican su activa partición política (Jaramillo, 2018; Martínez, 2015).
La avanzada de la tecnificación en el marco de un modelo de desarrollo neoliberal ha centrado su accionar en el criterio experto de eruditos situados en el aparato del Estado y la academia. Si bien reconozco que esto ha permitido generar avances significativos en el desarrollo e implementación de políticas públicas y sociales, también es necesario hacer presente que se ha instalado una desconexión entre las altas esferas del sector público, académico y privado; que no logran interpretar tempranamente el malestar social que se expresa a través de movimientos sociales como el que acontece en Chile desde octubre de 2019 (Picasso y Andrade, 2019).
La Historia político-administrativa de nuestro país da cuenta de diversos procesos de modernización que han buscado perfeccionar la labor realizada por el aparato estatal; renovando los mecanismos de discusión legislativa, mejorando los procesos de definición en la asignación de recursos públicos para el cumplimiento de la labor social del Estado, burocratizando el accionar de sus instituciones para una correcta canalización y transmisión de información político-administrativa; y en definitiva, con miras de mantener un Estado moderno en la administración y gestión de los recursos y en los procesos de intervención social estatal. Estos antecedentes, los podemos conocer a través del trabajo realizado por Olavarría, Moyano, Araya y Rivas (2019), quien sitúa el inicio de la tecnificación del Estado en la década de 1850, sin embargo, su mayor expresión la podemos observar entre los años 1930 a 1970, periodo en que además se inicia la consolidación de un Estado interventor en lo social y lo económico, marcadamente liberal, observándose cada vez más una diversificación en las estructuras estatales y en los diferentes instrumentos de control y gestión. El principal concepto que orienta esta forma de hacer es la racionalidad. Dicha racionalidad, tiene como propósito orientar el debate, las formas de proceder – y en consecuencia – definir las formas en las que emprende sus acciones el aparato estatal. Diríamos que la orienta una adecuación de medios y fines; y en ello la racionalidad tecnocrática va asentándose como orientación central en las discusiones de política pública sobre temas económicos, de salud pública, de previsión social y en el diseño de nuevas estructuras y la gestión de ellas; además de preconfigurar el tipo de sujeto social sobre el que se interviene, como ocurre frente a las personas mayores, los sujetos que cometen delito, las disidencias sexuales y también la infancia. Todo ello sugiere que la vieja democracia – y en importante medida la que aún tenemos – es/fue un periodo en el desarrollo político- institucional que tuvo un fuerte influjo tecnocrático y elitista. La propensión de los gobernantes a acudir al saber experto y el raciocinio técnico en el diseño e implementación de políticas públicas. De este modo, la mentalidad tecnocrática no sería una característica exclusiva de la nueva democracia chilena, sino que ella ya estaba presente, con creciente insistencia, desde mediados el siglo XIX (Olavarría et al., 2019)
Ahora bien, el proceso de tecnocratización propio de un Estado liberal, en el caso chileno, ha transitado al alero de un modelo de desarrollo económico que trasciende los postulados propios del liberalismo económico y social, expresándose hoy día bajo una lógica eminentemente neoliberal. El proceso de tecnocratización al que hemos hecho referencia, facilita en este sentido lo que Gaudichaud (2016) ha señalado como “la vía chilena al neoliberalismo”. En este sentido, el saber/hacer tecnocrático a operado como un campo de acción y de control social que facilitó la instalación de una lógica neoliberal en el plano económico y del mercado, pero que logró instalarse al interior de la gestión del Estado a través de una racionalidad instrumental, impregnando además el tipo de interacciones sociales que la ciudadanía chilena mantiene hasta hoy. Así – siguiendo a Aquin (2005) – el hacer tecnocrático es lo que hacen profesionales de pensamiento pragmático, promotores de la acción social como marketing empresarial y olimpíada de la beneficencia, que lejos está de una restauración ética en pro de más y mejor justicia y equidad social en nuestra sociedad. En base a este análisis, podemos identificar un hacer interventivo por parte de profesionales del Trabajo Social eminentemente dóxico, que se expresa en formas de intervención social que no cuestionan las preconfiguraciones programáticas realizadas por el Estado frente a los diversos problemas sociales. De este modo, el pensamiento y la intervención dóxica se asienta como
(una) creencia que ni siquiera necesita de fe por el alto grado de naturalización de su contenido. Me refiero a la doxa en el mismo sentido que Bourdieu como “ese tipo de creencia que ni siquiera se percibe como creencia (…)” que se ha pegado al cuerpo y a la mente y viaja en los gestos, y las decisiones” (Martínez, 2020, p.382)
Así, se revela la influencia que posee el rol de los “implementadores/as en el escenario de diseño e implementación de las políticas públicas […] que se basa en dos particularidades conferidas a su lugar de trabajo: discrecionalidad y autonomía relativa en relación con la autoridad organizativa” (Picasso y Andrade, 2019, p. 38). En el mismo sentido – y siguiendo a Gaudichaud (2016) – esta orientación tecnocrática en el marco de un modelo de desarrollo económico y social eminentemente neoliberal logra sostenerse en el tiempo pues consiguió replegar a los ciudadanos a espacios familiares y de consumo alejados de la discusión política y de su contingencia. Por ello, hoy nos encontramos frente a un tipo de ciudadano contrario al que se observaba en la década de 1960 y de 1970, desatendido del debate político y de los beneficios de la acción colectiva. “El arma para sostener esta gobernabilidad neoliberal ha sido mantener artificialmente el consumo interno, a través del endeudamiento de los ciudadanos entre otros recursos” (Posternak, 2020, p. 185). No obstante, lo anterior, la ciudadanía percibe una fractura social propia de una racionalidad que se basa en la segregación y la inequidad social, por ello, de todos modos, atestiguamos movimientos sociales que se levantan críticos contra esta racionalidad tecnocrática y neoliberal. Observamos una sociedad chilena en medio de una encrucijada neoliberal (Muñoz, 2020). En esta encrucijada, vemos como se alzan movimientos sociales, pero que carecen de una identidad colectiva unificadora, lo que es propio de los procesos de desafiliación social e institucional que caracterizan parte de la cuestión social de nuestro tiempo (Muñoz, 2011); así, se genera la revuelta o estallido social, pero no somos capaces de reconocer un rostro, un líder, una causa política fuertemente común y unificadora tras el levantamiento legítimo de un pueblo en contra de las injusticias, que logren ir más allá de consignas y los fragmentos que sin dudas tienen sentido (Garretón et al., 2021).
Pues bien; existe un desafío para la intervención social. Este desafío se encuentra interseccionado por al menos tres elementos o dimensiones ; estos son: 1) un Estado/nación de racionalidad neoliberal que reconoce mayor valor en el criterio experto en desmedro del sentir y el parecer de su ciudadanía 2) Equipos profesionales y técnicos situados dentro y fuera del aparato del Estado – pero vinculados indeleblemente a sus disposiciones – que no cuentan con herramientas (ni tampoco con mayor voluntad y disposición) – para correr o desestructurar los rígidos límites tecnocráticos en los que se desempeña su hacer y; 3) Una ciudadanía que se moviliza y demanda cambios – que manifiesta mayor necesidad de participación – pero que encuentra dificultades en la canalización de sus demandas; ya sea por falta de auto-organización, pero también por la inexistencia de canales institucionalizados y la ausencia de voluntad política por encontrar más y mejores canales de participación político-ciudadana por fuera del tradicional modelo de participación político-electoral. Precisamente por esto; nuestro tiempo es tributario de una larga crisis presente en Latinoamérica, que se cristaliza en tres subordinaciones con efectos negativos para el conjunto de la sociedad: estas son: 1) la subordinación del Estado al mercado, 2) de la política a la economía y 3) de lo público a lo privado. Pese a lo anterior, se puede señalar que las crisis permiten también nuevas posibilidades para la instalación de una utopía renovada. Una utopía que no es solo una ensoñación, sino una que posibilita la existencia de términos más justos y de oportunidades para avanzar hacia la transformación social (Aquin, 2005).
Por lo anterior, planteo que uno de los principales desafíos de la intervención del Trabajo Social en nuestro tiempo dice relación con proponer estrategias… instalar discusiones… que reivindiquen el valor de la participación ciudadana de carácter colectivo, que en este acto se flexibilicen las estructuras tecnocráticas de intervención que se han instalado en el aparato estatal, con la intención clara de legitimar las voces ciudadanas que demandan modificaciones en las estructuras burocráticas; y que en consecuencia, se facilite una transformación social positiva que nos encamine a la recuperación de una sana convivencia social y política que nos permita salir de la actual encrucijada neoliberal. A partir de este acto, podrá tener cabida la actoría, voz y participación de los sujetos sociales permanente subalternizados – siendo de particular interés en la reflexión de este trabajo – la incorporación del sujeto social infancia.
2.1. Movimientos sociales y el lugar de enunciación de la infancia ¿Participación decorativa o necesidad política real?
Desde la Ciencia Política – pero también desde Trabajo Social – se observan y analizan las causas, las formas de manifestación y la dirección que toman las diferentes expresiones de los llamados movimientos sociales.
Los movimientos sociales son una expresión; son la manifestación de un parecer ciudadano, que con habitualidad se toma las calles de nuestras ciudades y que, a través de su ruido, instala temas de discusión en la agenda pública, con miras de visibilizar realidades, reivindicar identidades y/o solicitar el resguardo de derechos sociales, civiles y políticos que no se encuentran resguardados y asegurados para su ejercicio.
Los movimientos por los derechos sociales y la identidad –por ejemplo, los movimientos indígenas, los movimientos por el derecho a la tierra, los movimientos ambientales, los movimientos LGBT, los movimientos de mujeres– proporcionan las formas para que los diversos grupos articulen las demandas y lleven a cabo los esfuerzos, y así, corregir las violaciones que durante mucho tiempo habían sido subsumidas por las luchas más urgentes para derrocar a los regímenes autoritarios (Eckstein y Wickham, 2003 en Ortiz, 2017, p. 96)
Siguiendo el trabajo de Wickham-Crowley y Eckstein (2017), existen diversas perspectivas desde las cuales explicar la emergencia de este tipo de movimientos. Así, desde la economía política se analiza como el macromercado, las condiciones económicas, las normas, tradiciones, prácticas culturales, entre otras, llegan a influir en el surgimiento de movimientos colectivos que demandan cambios en las estructuras sociales y que tensionan directamente al Estado y sus instituciones; y, en consecuencia, el tipo de acuerdos políticos orientados a dar respuesta y solución a las demandas que se plantean.
Por otro lado, la Sociología Política – también en un esfuerzo compresivo e interpretativo del surgimiento y manifestación de los movimientos sociales – intenta “mirar dentro de la caja negra, es decir, las características de los propios movimientos que influyen en su formación, tácticas y eficacia, como, por ejemplo, liderazgo grupal, recursos, estrategias y grupo de alianzas” (Wickham-Crowley y Eckstein, p.49).
Finalmente, los autores identifican el surgimiento de los llamados Nuevos Movimientos Sociales (NMS), analizando su aparición en el contexto Latinoamericano, indicando que se basan principalmente en la conformación de identidades colectivas, detonadas por injusticias sociales que surgen a la base de sistemas sociales eminentemente segregadores y donde “los intereses materiales derivados de las clases sociales” son uno de sus principales fundamentos (p.49). De este modo, podemos constatar que las estructuras sociales y su funcionamiento influencian – incluso determinan – el surgimiento de estos movimientos, dada la inequitativa distribución de poder; y en consecuencia, del prestigio y riqueza que se le encuentra emparejado; y que facilita la ocurrencia de prácticas discriminatorias y de opresión “según clase, raza/etnia, género y otras jerarquías [por ejemplo la edad, desde la cual se instala la idea de minoridad], y también capacidades dispares para actuar en pos de sus propios intereses. Quienes controlan los medios de coerción física y los medios de producción de riqueza tienen poder sobre quienes no lo hacen” (Wickham-Crowley y Eckstein, 2017, p. 51). Así también; quienes tienen la edad para tomar decisiones, ejercen poder sobre el saber y el ser de quienes están en el terreno de la minoridad.
En el marco de estas tensiones descritas, constamos también que la respuesta inicial no se encuentra orientada a escuchar la voz de la calle – menos aún la de la infancia - sino que, por el contrario, la tendencia se mueve hacia la instalación de mecanismos y estrategias que buscan deslegitimar – y derechamente reprimir – las diferentes formas de manifestación. De este modo “La represión estatal hacia la movilización es una forma […] de control político en el que el propósito del control es prevenir o disminuir los desafíos directos y no institucionales al poder social, cultural o político” (Ortiz, 2017, p.81). Este acto de represión estatal es una manifestación de poder de disciplinamiento y control. Otra expresión de ese mismo poder de control y disciplinamiento es el que se ejerce desde el saber/poder adultocéntrico en contra de la infancia.
Una manifestación de poder que se vuelve capilar, que se puede ver en los cuerpos de las personas víctimas de la represión, [que podemos reconocer] en sus formas e instituciones más regionales, más locales, sobre todo allí donde, saltando por encima de las reglas de derecho que lo organizan y lo delimitan, se extiende más allá de ellas, se inviste de instituciones, adopta la forma de técnicas y proporciona instrumentos de intervención material, eventualmente incluso violentos (Foucault, 1979, p.142).
Frente al desafío al que nos enfrentan los movimientos sociales; y que tensionan la tecnocracia del Estado, sus instituciones, a los profesionales y técnicos que se emplean en su seno, es que resulta necesario repensar las formas de hacer el Estado, las instituciones y su relación con la ciudadanía y el movimiento social. Este desafío, lo expresa muy bien Picasso y Andrade (2019) cuando invitan a
La construcción de nuevas arquitecturas que promuevan relaciones mayormente horizontales entre [el] encuentro público-privado para - entre otros objetivos – [se pueda] avanzar hacia la construcción conjunta de iniciativas de intervención, revisar las características que toma su implementación, así como la evaluación de sus resultados de manera conjunta, en el entendido de que ambas esferas pueden aportar elementos diferenciados y complementarios a las iniciativas. Ello, entendiendo de base que el mundo público y privado comparten saberes diferenciados y complementarios que, [pueden] encontrarse virtuosamente (p. 38).
En ese mismo sentido, debemos avanzar en la construcción de espacios de discusión y trabajo mayormente horizontales que reconozcan esas capacidades diferenciadas pero complementarias en torno a la visión de mundo social y político que se configuran desde la infancia; y ponerlas en diálogo – pero legitimando su lugar de enunciación e incorporándolo como un par – en torno a los mecanismos de definición político/interventiva del mundo adulto. En otras palabras; avanzar en recuperar su voz y hacerla vinculante en los procesos de toma de decisión.
Una prometedora instancia en la que se puede observar un virtuoso encuentro, no solo del sector privado y público; sino que también entre el Estado y su ciudadanía, se expresa en el trabajo actual que desarrolla nuestra convención constituyente. Es importante hacer presente que este espacio surge desde un movimiento social que demanda cambios urgentes al interior de nuestra estructura estatal y social. Este movimiento no se encontró exento de dificultades, dadas las expresiones más hostiles – si se quiere violentas – que rondaron la manifestación pacífica de la mayor parte de la ciudadanía movilizada. Pero es importante destacar lo segundo. ¡Que no se empañe la movilización pacífica de un millón y medio de ciudadanos que salió a la calle en el momento más álgido del estallido! con la demanda clara de un Chile más justo y la esperanza viva de levantarse mañana en un país y en una sociedad que se autoconstruyó las bases de una mejor y más sana convivencia social! Por ello, la salida constituyente emerge como una posibilidad que logra articular el movimiento social, la clase política e incluso el sector privado que se veía afectado por la intensidad de la movilización octubrista. No obstante, lo anterior – y pese a que se pueden reconocer esfuerzos por hacer partícipe a la infancia de este proceso – no se puede señalar con absoluta firmeza que su participación y actoria es de carácter vinculante en el grueso del proceso constituyente. Si bien el momento constituyente se presenta como una oportunidad de cambio en las estructuras, mecanismos, los valores y las percepciones de la ciudadanía (Grez, Opazo y Vidal, 2018), se puede decir que dentro de este diálogo social aún se queda fuera un grupo significativamente importante de nuestra sociedad, la infancia. La idea de asamblea constituyente evoca la idea de co – instituir. “Para co-instituir es necesario participar. Si no participamos en la regla fundamental que nos rige, esa regla no es una Constitución, porque no la co-instituimos.” (Grez et al., 2018, p. 60). Al respecto, observo un particular desafío para Trabajo Social - este es – mantener una ciudadanía con profundo espíritu participativo en pos de demandar cambios sociales amparados en la búsqueda de justicia social, pero institucionalizando procesos (al menos proponiendo formas otras de este nuevo hacer político participativo) sin marginar a ningún grupo social que forma parte de nuestra vida social y democrática. En tal sentido – y previo al estallido – se pueden observar y reconocer avances en la participación y actoría de mujeres, diversidad sexual y pueblo originarios, sin embargo, persisten dificultades para incorporar la participación política de la infancia dentro de los regímenes institucionales, sin que medien de forma preponderante las lógicas tutelares y adultocéntricas que la marginan por su minoridad.
2.2. Colonialidad del ser, Subalternidad y adultocentrismo en la construcción de la infancia.
Tras el breve análisis realizado hasta este punto, se podría señalar que existe una compresión y abordaje colonial respecto de la infancia nacional.
Siguiendo a Restrepo y Rojas (2010), existen tres tipos de colonialidad: del poder, del saber y del ser. Por colonialidad del poder entiendo aquellas relaciones caracterizadas por procesos de dominación explotación y conflicto/antagonismo. En la colonialidad del saber, se expresa una forma de dominación epistémica que es consecuencia de la colonialidad del poder. Quien posee poder hegemónico, determina las formas de conocimiento que cuentan con mayor reconocimiento y validación, determinando también quién o quiénes son voces o interlocutores válidos de enunciación. Finalmente, en la colonialidad del ser, se expresa la dimensión ontológica de la colonialidad del poder. Es la “experiencia vivida del sistema mundo moderno colonial en el que se inferioriza deshumanizando total o parcialmente a determinadas poblaciones” (Restrepo y Rojas, 2010, p.156). En el contexto latinoamericano, Guerra (2013) identifica la existencia de una compresión colonial sobre la infancia, en tanto se le otorga como característica central el poseer una corporalidad pequeña y frágil, objeto de protección y cariño, relacionada con “una mirada cristiana protectora/condenadora de la inferioridad [y] una protección/defensora de los cuerpos por ser frágiles” (p.107)
De este modo, se instala en Latinoamérica un tipo de racionalidad tutelar sobre la infancia (Alaniz, 2021), caracterizada por el reconocimiento de una minoridad en los cuerpos de la infancia, que desde el siglo XX dificulta la irrupción de nuevas perspectivas que permitan un reconocimiento otro y una mirada ampliada de esta categoría.
Una de las formas de dominación que facilita las diversas expresiones de colonialidad sobre la infancia es el adultocentrismo. En tales términos, se podría decir que existe una colonización de la infancia a través de prácticas adultocéntricas, que tienden a ser vistas como acciones civilizatorias de la infancia distintos lugares de Latinoamérica. Lo anterior, estrechamente ligado a la noción de una infancia como etapa de desarrollo o como proceso de llegar a ser adultos (Medina y Da Costa, 2016). Estas prácticas adultocéntricas son facilitadas por los Estados, los cuales han instalado estrategias educativas y pedagógicas – existentes en aparatos como las escuelas, las familias – caracterizadas por intervenciones y tratamientos arbitrarios, donde el disciplinamiento y la marginación constituyen la mayor expresión de opresión que recae, además, en el ´ideocidio2´ de la infancia (Liebel, 2017). De este modo, el adultocentrismo opera como régimen donde la infancia es el espacio de la exclusión en [las] distintas esferas de la vida social (cultural, económica, política) […] Estar fuera de los regímenes de discursividad significa… ser un subalterno o hallarse en condición de subordinación, entendida en términos de clase, casta, género, oficio o, en este caso, en términos de generación. Esto es importante pues explica por qué la teoría social dominante excluye sistemáticamente el pensamiento y la experiencia de los niños.” (Pussetto, 2016, p.195)
Así, podemos observar como la infancia - en tanto categoría y sujeto social – actúa como un subalterno en el marco de nuestras sociedades coloniales y adultocéntricas (Ligouri, 2017). Para el autor, la categoría subalterno es relacional, esto es, se es subalterno en tanto subordinación de otro. Es la subordinación – como principal característica colonial – la que mantiene a la infancia en situación de subordinación, donde su voz no logra poseer estatus dialógico “esto es, el subalterno no es un sujeto que ocupa una posición discursiva desde la que puede hablar o responder […] es el espacio en blanco entre las palabras, [pero] aunque […] se le silencie no significa que no exista” (Spivak y Giraldo, 2003, p.298)
Este último punto reviste particular interés, pues en investigaciones recientes es posible constatar formas de actoria y participación de la infancia, donde se puede reconocer desde sus discursos, plena conciencia de los efectos que trae poner en ejercicio su capacidad de actoria, pudiendo rescatar desde ellos características propias de subjetividad política. En esta línea de trabajos, Barona (2016) – desde un análisis en triada infancia, ciudadanía y formación ciudadana – debela “pistas” del proceso de subjetivación política en la infancia. Para el autor, la participación surge como categoría emergente entre la relación sostenida entre la niñez y el mundo adulto. Esta investigación recoge que, para los niños sujetos de la investigación, la infancia NO resulta ser una cuestión de edad. Un hallazgo interesante, es que los niños se configuran a sí mismos en la relación/comparación con otros niños y no en relación con los adultos que se encuentran en su círculo más cercano. No obstante, lo anterior, reconocen la presencia de adultos que vigilan, sobre todo a los niños de primera infancia, mientras que no es del mismo modo para aquellos niños mayores de 12 años. Un segundo hallazgo relevante es la conciencia de parte de niñas y niños sobre ciertos actos que desafían la autoridad de los adultos. Es más, al momento del juego, los niños preferirían seguir las indicaciones de otros niños a quienes consideran líderes, por sobre las indicaciones que proporcionan los propios adultos. Un tercer elemento significativo surge en torno al análisis del tipo de participación que niños y niñas ejercen en relación con los adultos que les vigilan. Del relato de los niños, el investigador desprende que participan siguiendo las instrucciones que otorga un adulto, pero que las cumplen pues saben que de no hacerlo puede existir alguna consecuencia. Esto invita a pensar si la participación expresada es producto de la voluntariedad o de la capacidad y poder de coerción que el estatus adulto posee en relación con el del ser niño o niña.
En base a lo anterior, se puede señalar que, si existen ciertas características propias de subjetividad política en niñas y niños, sin embargo, no existen instancias de participación que recojan esta capacidad instalada pero no reconocida por una institucionalidad marcadamente adultocéntrica.
En este sentido, la consolidación de la infancia como grupo determinante y participativo socialmente desde la reflexividad y la organización propia, parece estar encaminada a irrumpir desde escenarios que van más allá de los marcos regulatorios tradicionales y tutelares; es decir, desde proyectos contrahegemónicos de resistencias, de memorias, de decolonizaciones, de reexistencias, de contra-narraciones, que desborden la normalidad sociopolítica basada en la racionalidad tutelar. La agencia, como concepto proveniente y profundamente incrustado en variadas teorías sociológicas, parece representar un punto de inflexión importante para las nuevas proposiciones de la racionalidad crítica en los estudios de la infancia (Alaniz, 2021, p.32)
Hasta este punto he intentado realizar una sucinta visita de la relación existente entre un Estado neoliberal tecnocrático y su expresión a través de institucionalidades interventivas que no están necesariamente preparadas para acoger las voces de una infancia subalternizada y que es objeto de intervención.
Debido a la observancia de esta dificultad, ya nos adelantaba Foucault (1979) de la insurrección de esos saberes de la gente, que generalmente no son reconocidos por la institucionalidad del Estado. Ya he señalado anteriormente como el no reconocimiento de estas voces – de esos saberes, sentires y pesares del pueblo – al no ser escuchados oportunamente, estallan a través de revueltas ciudadanas como las del movimiento octubrista del 2019 en Chile.
Se trata de una insurrección de los saberes no tanto contra los contenidos, los métodos o los conceptos de una ciencia sino y sobre todo contra los efectos del saber centralizador que ha sido legado a las instituciones y al funcionamiento de un discurso científico organizado en el seno de una sociedad como la nuestra” (Foucault, 1979, p.130)
Existe entonces un saber hacer tecnocrático situado en el aparato estatal que se mueve dentro de un triángulo que articula poder, derecho y verdad.
Aquí, se expresa un desafío para la intervención del Trabajo Social. El desafío está en recuperar el sentido por la construcción de un sujeto político y colectivo de la infancia, donde el reconocimiento de sus subjetividades es una de las tareas centrales. “La construcción de ciudadanía y de autonomía, [su] fortalecimiento […] como sujetos de derecho, las condiciones para la producción creativa de transformaciones en las condiciones de vida debieran trascender entonces el vínculo dual operador– sujeto” (Castro et al., 2012, p. 246). No obstante, lo anterior, el desarrollo de la sociedad neoliberal ha permeado la formación de trabajadores sociales. Este punto reviste particular relevancia para la discusión disciplinar del Trabajo Social. En una formación eminentemente tecnocrática e instrumental se produce una subvaloración de lo teórico (Vivero, 2017), lo cual “debilita la formación teórica y se ve reforzada por las lógicas institucionales tributarias de la ideología neoliberal” (p.141). En una formación tecnocrática neoliberal.
La teoría […] termina siendo un recurso retórico e instrumental, y la práctica queda reducida a activismo. De acuerdo con la interpretación de los discursos, las acciones profesionales quedan limitadas por las estructuras de poder, que las restringen a objetivos instrumentales, condicionado por la tecnocracia y la burocracia institucional. De los discursos se interpreta una cierta naturalización de la acción de tipo instrumental y tecnocrático, lo cual se manifiesta tanto en los relatos de los profesionales como de los usuarios” (Vivero, 2017, p. 141).
Por otro lado, no debemos dejar de lado el componente ético que está a la base de la disciplina del Trabajo Social. Un elemento central que permite salir del saber hacer tecnocrático y doxico (Muñoz, 2020); y que se expresa como resistencia profesional (Campana, 2021) es la presencia de una orientación ética y política del hacer de nuestra profesión y disciplina. Ya lo señaba Aquín (2005), toda intervención profesional implica elecciones, ya que no se trata de un proceso natural que se ajusta automáticamente a la realidad. Si las intervenciones profesionales implican un momento de justificación de nuestras elecciones con base en lo que consideramos justo y bueno, entonces la dimensión ético-política seguirá constituyendo un componente ineludible de nuestras discusiones y de nuestras acciones. Aquí – y dada la fuerte presencia de Trabajo Social en instituciones como el Servicio Mejor Niñez y el Servicio Nacional de Menores (SENAME) – se requiere la presencia de un Trabajo Social crítico, contrario al doxico y tecnócrata/neoliberal, capaz de pensar y fundamentar invenciones con y para la infancia, reconociendo sus subjetividades, dándole lugar central en el diseño de las intervenciones; y, en consecuencia, reconociendo la capacidad de participación y actoria política que poseen.
Hasta este punto, considero que se logra observar la naturaleza conflictual de la vida político-social de nuestras sociedades, la encrucijada en la que se encuentra Trabajo Social en este escenario (Muñoz, 2020); y sus dificultades para el reconocimiento de la infancia como un actor social clave en las decisiones político/públicas e interventivas. Ya lo señalaba Mouffe (2007) al “reconocer la imposibilidad de erradicar la dimensión conflictual de la vida social” (p.12). No obstante, lo anterior, esta conflictividad – en vez de deteriorar los proyectos democráticos – debe ser considerada la base para la instalación de sistemas políticos efectivamente democráticos al interior de nuestras sociedades. Así, la autora reconoce una marcada distinción entre lo que se debe entender por “la” política y “lo” político.
Lo político […] como un espacio de libertad y deliberación pública” y no como “un espacio de poder, conflicto y antagonismo […] La política [sería] un conjunto de prácticas e instituciones a través de las cuales se crea un determinado orden, organizando la coexistencia humana en el contexto de conflictividad derivada de lo político” (Mouffe, 2007, p.16).
Mouffe (2007), plantea el tránsito de un paradigma agregativo, que considera instrumentalista al seguir las reglas del mercado en busca de la maximización de los intereses propios; hacia uno deliberativo, basado en el vínculo “moralidad y política” cuyo propósito está orientado a reemplazar la racionalidad instrumental del paradigma agregativo, por una racionalidad comunicativa, pero el diálogo en este sentido sería de carácter agonista y no “antagonista” como proponen otros autores de las ciencias políticas. En este sentido, señala que “se necesita la creación de foros donde los políticos, los empresarios y los ciudadanos puedan lograr un consenso sobre los modos de establecer formas posibles de cooperación mutua” (p.47). Y en esa línea – ¿por qué no? – también con la infancia.
Para lo anterior, Mouffe nos propone hacer política de carácter ´destradicionalizante´. Su objetivo sería “promover el valor de [la] autonomía en la gama más amplia posible de relaciones sociales; y esto requiere el establecimiento de esferas públicas de pequeña escala, en las cuales los conflictos de interés puedan resolverse mediante diálogo público” (Mouffe, 2007, p.52). Esto debe operar al menos en 4 contextos sociales: 1) en la esfera de la vida personal, para el fortalecimiento de una democracia emocional 2) En la arena organizacional, donde las jerarquías burocráticas debiesen ser reemplazadas por sistemas de autoridad más flexibles y descentralizados 3) en el desarrollo de movimientos sociales y grupos organizados para la autoayuda, cuyos espacios de diálogo presentan gran potencial para la democratización y; 4) A escala global, a través de prácticas flexibles, autónomas y dialogantes con miras de generar un orden global cada vez más cosmopolita.
Esta forma otra de entender la política y lo político, nos proporciona una nueva clave que permite pensar el cómo trascender el actual sistema social tecnocrático y neoliberal. Esta tecnocracia neoliberal, no solo ha afectado la relación que se genera desde el Estado y sus instituciones para con la ciudadanía, sino que también permea la formación y el hacer práctico del Trabajo Social, incluidos sus procesos de intervención con la infancia. En este sentido la propuesta es clara; hacernos salir de un “Trabajo Social mecanicista y tecnocrático y retomar nuestro papel ético en defensa de los derechos, de nuestra tarea de acompañar los procesos de empoderamiento, de visibilizar el dolor, [y] de hacer alianza con las personas con las que compartimos procesos de transformación” (Velasco, 2012, p. 471).
Dentro de los elementos que interesa relevar al cierre de esta reflexión destacaré los siguientes. Primero que todo, señalaré que existe una racionalidad que reconocemos como neoliberal (Martínez, 2020). Esta racionalidad, no solo determina el tipo de decisiones y actos que se ejercen desde los mercados, sino que también orienta en una importante medida las determinaciones adoptadas en materia de política pública y social por parte de los Estados, los que buscan instalar principalmente una orientación tecnocrática basada en criterio experto (Aquín, 2005). Pero esta racionalidad no se detiene ahí. También, tiene una importante capacidad para adentrarse al interior de la piel y las conciencias de los distintos sujetos y actores sociales que configuran nuestras sociedades. De este modo, observamos que la racionalidad neoliberal incluso orienta los procesos formativos de disciplinas como el Trabajo Social, enfrentándolo a conflictos éticos internos que confrontan el deber ser ético de profesión, comprometida con la promoción y protección de los derechos humanos, respecto de la necesidad de responder profesionalmente a los objetivos que las instituciones públicas y privadas determinan. Así, se releva en muchas escuelas de Trabajo Social su impronta técnica/instrumental para la formación, lo que Vera (2018) reconoce dentro de la esfera de una formación tradicional; la cual – si no se acompaña de perspectivas críticas – relega nuestra formación a la racionalidad neoliberal de perfil ferretero (Matus, 2002).
Pero la racionalidad neoliberal no se detiene ahí. Transforma también los modos de interacción que cada ciudadano individual sostiene – y en consecuencia – el tipo de interacción que el mundo adulto ejerce respecto del sujeto social infancia.
De este modo, se configura una encrucijada neoliberal (Muñoz, 2020), compuesta por un Estado y un mercado neoliberal; que performatea el sentido y orientación de las disciplinas impartidas en las Universidades, dentro de las cuales Trabajo Social también se encuentra. A su vez, el Estado/mercado orienta y modela el tipo y sentido de las interacciones que los ciudadanos establecen entre sí, donde el consumo y el individualismo son los pilares centrales que permiten el sostenimiento de este tipo de racionalidad (Gaudichaud, 2016). En la relación particular adultos/infancia, la racionalidad neoliberal se expresa a través de prácticas coloniales (Modonesi, 2010; Restrepo y Rojas, 2010), donde su mayor expresión se encuentra en el adultocentrismo que determina el tipo de interacción que se mantiene con la infancia (Medina y Da Costa, 2016; Pussetto, 2016). Este último – el adultocentrismo – propio de una racionalidad neoliberal y colonial delinea también el tipo y forma de los procesos de intervención social que se piensan y ejecutan respecto de la infancia; y donde Trabajo Social posee un rol clave, dado que nuestras intervenciones se sitúan principalmente en los dispositivos de intervención públicos definidos desde el aparato del Estado.
Por esto último, Trabajo Social - en tanto ejecutor de las políticas públicas y sociales – debe explotar su conocimiento en el campo de la intervención social situada, para proponer e impulsar transformaciones que permitan trascender la racionalidad neoliberal, tecnocrática, colonial y adultocéntrica que determina las formas de aproximación hacia a la infancia y que la mantiene relegada en un segundo plano, donde sus posibilidades de actoría y participación política se ven permanentemente negadas. Esto implica revalorar la participación de la infancia y aprovechar instancias donde el acto de participar cobra particular relevancia, como lo es el contexto constituyente que vivencia la sociedad chilena. El espacio constituyente debiese ser lugar para co-instituir con la infancia (Grez, et al, 2018), reconocer su voz y brindarle estatus dialógico (Spivak y Giraldo, 2003).
De este modo, se configura lo político como un espacio de deliberación pública, basada en una racionalidad comunicativa y dialógica alejada de una neoliberal e instrumental (Mouffe, 2007), donde todos los estamentos que conforman nuestra sociedad tienen cabida y participación; incluida la infancia.
Esta reflexión, se ofrece como un punto de inicio que permita subvertir las formas mecanicistas y tecnocráticas que marcan las intervenciones y consideraciones de la infancia (Velasco, 2012), para lo cual la visualización y reconocimiento que Trabajo Social puede brindar a la infancia refuerza además el deber ser ético de nuestra disciplina y profesión.
1 Trabajador Social, Doctorando en Trabajo Social, Universidad Alberto Hurtado, Magíster en Intervención Familiar, Universidad de Concepción, Docente en Escuela de Trabajo Social, Universidad del Bío – Bío, E-mail: iruizm@ubiobio.cl isaac.ruiz.munoz@gmail.com. ORCID: https://orcid.org/0000-0003-1419-5577
2 Liebel (2017), recoge el concepto desde Appadurai (2006) y lo entiende como una práctica opresiva donde pueblos enteros, países o formas de vivir son considerados perniciosos, tildados de no pertenecer a la humanidad o cuando son considerados no dignos de consideración moral, lo cual equivale a una “muerte social”.
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