BIOGRAFÍAS EN (RE)CONSTRUCCIÓN50 AÑOSDE MEMORIA Y FUTURO.FRAGMENTOS FICCIONADOS DE ALGUNAS NOTAS DE CAMPO

Biographies under (re)construction 50 years for the memory and the future.Fictionated fragments of some field notes

Mauricio Rodríguez Vasquez1
https://orcid.org/0000-0002-0508-5555

DOI: 10.53689/int.v12i2.160

Recibido: 10 de septiembre 2022
Aceptado: 12 de noviembre 2022

Resumen

El presente escrito tiene el propósito de transitar por diferentes momentos históricos y vivenciales de personas que han acompañado mi camino como investigador2. Comparto esta producción con una mirada honesta que intenta mostrar fragmentos de memorias encarnadas en sucesos marcadores de vidas vividas en el espanto del terrorismo de la dictadura militar. El trabajo mayor del que forman parte estos retazos debiera permitir realizar algunos debates ético-políticos desde el texto y el subtexto que cada lector o lectora construya. La prosa peculiar de este escrito permite observar las historias relatadas por personas de diversas edades, género, ciudades, condiciones sociales y educativas, cuyo lazo biográfico es lo vivido en aquella ‘maldita primavera’ que se prolongó por diecisiete años, cuyos resabios persisten hasta nuestros días a través de recuerdos, relatos, sueños y sabidurías. Espero que esta muestra -y próximamente el trabajo completo- sirvan para conmemorar medio siglo de vidas moldeadas por el impacto telúrico ‘del once’ y que la reflexión involucre especialmente a las personas jóvenes, estudiantes o no, en un diálogo intergeneracional, urgente y muy necesario.

Cómo citar

Rodríguez, M.(2022). Biografías en (re)construcción: 50 años de memoria y futuro. Fragmentos ficcionados de algunas notas de campo.Intervención, 9(1), 119-128.

Introducción

Estas líneas desaforadas son la modesta edición ficcionada de unas cuantas notas de campo tomadas a partir de múltiples conversaciones con personas que fueron niños y niñas de doce años o menos al 11 de septiembre de 1973 (la maldita primavera, como llamó uno de ellos a la ‘efeméride’). Dicha edición descansa en una ínfima parte de los registros (testimonios, relatos oníricos, historias de vida, autobiografías, entre otros) hasta ahora producidos en el marco de una indagación de mayor alcance (doctoral) sobre la erupción de la vivencia política infantil en el presente: infancias situadas en torno al golpe militar y presentes asediados por el cansancio neoliberal de la auto explotación. Se trata de una investigación sociocultural en torno a lo más anónimo e íntimo de personas de la generación de los ochenta, es decir, sujetos sin fama, de incidencia meramente próxima, alejados por acción u omisión del poder, personajes de la gran historia mínima del pueblo. Este esfuerzo trata de cultivar la promesa original de las ciencias sociales, cual es explicar ante el ser humano moderno la conexión entre su situación, la historia y la estructura social, nombrada con la bella expresión ‘imaginación sociológica por Charles Wright Mills, además reclamada por él mismo como objeto de escritura humana como única escritura vinculante. Por fin, estas líneas responden modestamente a la invitación que recibiera para abordar a mi manera una reflexión política en este especial año chileno.

1. La inocencia y la confianza de lo conocido

1971. El sol resplandecía con la fuerza propia que tiene el verano a los tres o cuatro años, en aquel lugar tan distinto de su calle y su patio. Desde los hombros de su padre miraba todo con la misma ansiedad con que los perros reciben los regalos fragantes del aire, cada vez que sacan la nariz por la ventana del automóvil en movimiento. Mientras descendían por el sendero serpenteante que bordea la pequeña caleta, echaba la cabeza hacia atrás para mirar el cielo celeste y luego bajaba lentamente la mirada hasta encontrar esa infinita línea horizontal donde termina el cielo y comienza el mar. Aluna vez soñó que tras esa línea hay un gran acantilado, cuyo fondo es húmedo y verde. Desde el borde, o sea desde la línea misma a la que los grandes llaman horizonte, se pueden ver los muertos y entre ellos el abuelo caturro conversando con el compadre guatón, ambos con las manos atrás y dando lentos pasos de obreros jubilados. Había más personajes en el fondo: la vecina de la esquina de su calle, algunos niños, unas cuantas gallinas y unos pocos perros correteando. Despertó abruptamente de esa ensoñación cuando su padre lo bajó de sus hombros diciéndole que habían llegado. Era la caleta de San Pedro, cuyas piedras de la orilla suenan deliciosamente al ser arrastradas en una y otra dirección por la rompiente. Le pareció que el aire era fresco y oloroso, con ese aroma a sal de mar que produce el rocío de la rompiente y que quedaría para siempre fijado en su memoria olfativa. Desde donde estaban se podía ver el fondo, las rocas, algunos cangrejos y la arena sumergida. Sintió una extraña fascinación, junto a un intenso deseo de formar parte de ese lugar. Su papá ya estaba preparado. Se había sacado toda la ropa, salvo el traje de baño, dejando ver su cuerpo blanco, terso, atlético, propio del adolescente que aún era. Puso mucha atención a lo que le dijo su padre: “Vamos a entrar al mar, yo nadando y tu sobre la goma inflable que ahora es tu barco. Tendrás que estar siempre muy tranquilo porque yo nadaré y te llevaré arrastrando con esta cuerda.” Enseguida lo sentó en el agujero de la goma inflable, le enseñó cómo poner los brazos y las piernas para sostenerse y le repitió que nunca debía soltarse. Él era tan pequeño que buena parte de su cuerpo quedaba expuesta y se sostenía sin caer por el agujero central del barco solo con sus propios brazos y piernas. Las olas tenues de ese día lo mecían con suavidad. Le pareció exquisito ese movimiento y en ningún momento tuvo miedo. Papá lo miró, lo alentó nuevamente y le dijo - ¡listos, nos vamos! - y comenzó a nadar mar adentro, arrastrando la ‘embarcación’ con la cuerda atada a su tobillo izquierdo. Maravillado, vio cómo se alejaba la tierra a medida que avanzaban y cómo el fondo del mar se iluminaba y era transparentado por la luz del sol. Tras algunos minutos su padre dejó de nadar y le dijo ¡Llegamos! Enseguida se acercó a la goma flotante y le habló con la cara mojada, el pelo pegado a la frente y sonriendo. Con tono cómplice y misterioso, le habló: “Te felicito, lo estás haciendo muy bien, pero ahora vas a seguir muy tranquilito, sin moverte, porque yo me voy a sumergir y nadaré bajo el agua, alrededor de tu barco. Me podrás mirar, pero nunca te sueltes” y preguntó si había entendido. Asintió con la cabeza y su padre adolescente se alejó un poco, lo miró, sonrió, le hizo OK con los dedos, tomó una bocanada de aire, soltó la cuerda del tobillo y hundió enérgicamente la cabeza, los hombros y el tronco, de tal forma que tras levantar levemente el culo se vieron sus piernas rectas hacia el cielo, moviéndose como una tijera mientras se sumergía. Completamente sorprendido comenzó a mirar el fondo marino, moviendo su cabeza hacia babor, hacia estribor, hacia babor, hacia estribor, sin soltar ni por un momento los bordes de su barco. Durante algunos segundos solo vio el reflejo del sol sobre el agua y las piedras del fondo... hasta que de pronto apareció un cuerpo largo, blanco, del que podía ver la cabeza, la nuca los hombros, la espalda, la cintura, las piernas pataleando y los brazos estirándose una y otra vez hacia adelante y hacia atrás. Era su papá que giraba en torno al barco de goma. Solo en ese momento su boca abierta y su cara seria se convirtieron en una sonrisa, sintió que su corazón se agitaba y pensó cuánto le gustaría hacer eso que estaba haciendo su padre. Se prometió que de grande lo haría. Todas esas imágenes pasaban como una película por su cabeza cuando escuchó una voz potente que le decía “¡despejado atrás, ya puede entrar!”, tras lo cual volvió en sí, se puso la mano izquierda en la frente asegurando la escafandra, la mano derecha fijando el broche del cinturón de plomo y se dejó caer de espalda al mar, en cámara lenta, sintiendo ese microsegundo de frío que produce el agua al traspasar los conos de neopreno del traje, para enseguida entibiarse y alcanzar instantáneamente la temperatura de la sangre. Tras esa maniobra quedó flotando y, como siempre, se instaló una sonrisa en su cara. Entonces giró para quedar de bruces y hundió el rostro para contemplar el fondo antes de la inmersión, como si buscara algo. Entonces fue cuando vio al mismo pez humano que siempre lo acompaña en sus excursiones, quien lo saludó haciendo OK antes de empezar a girar en torno a él, con sus hombros anchos y su adolescencia intacta bajo el mar.

2. Cuando los sueños eran posibles

1972. La luminosidad era opaca, mediocre. Yo vestía el jersey blanco con trencitas que me tejió tía Ana. Mi peinado era el de siempre: cabellera negra muy mojada, partidura al lado derecho y la ‘ondita en la frente’ con la cual mi mamá remataba la diaria tarea de peinarme como un príncipe. Y claro que era otoño, ese tipo de otoño de antes que no llegaba a ser tan frío ni tan seco, por lo que pese al jersey llevaba pantalones cortos. Debe haber sido domingo, porque entonces mi ánimo dominical era pletórico y nada de melancólico. Desde los hombros de mi padre el mundo parecía pequeño. Aquellos hombros anchos, fuertes, poderosos, que me hacían sentir seguro y orgulloso de tener papá. Esa mañana paseamos por una zona indefinida del barrio, donde la calle terminaba en una vieja estación de trenes en la que aún se descargaba ganado. No nos habíamos alejado demasiado, pues ese paseo era solo una forma de apurar el tiempo hasta que mi abuela terminara de ‘armar’ la cazuela, esa sopa caliente, rebosante de zapallo, porotos verdes, un poco de arroz, choclo, papas cocidas y un buen trozo de carne de vacuno, pollo o chancho. El torreón (mi padre) caminaba lentamente y sin rumbo por la estación, mientras yo imaginaba que iba sin apuro por estrechos senderos, hasta esa especie de corral que había visto desde el bus en el que mi madre, mi hermano y yo nos montábamos para visitar de vez en cuando a la tía Flo, hermana de Rosa y prima de Hortensia. Hasta entonces estaba seguro de que esa estructura era el ring donde mi abuelo y otros matarifes protagonizaban las famosas veladas boxeriles de los viernes. Por eso me sorprendí mucho al ver una vaca dentro del cuadrilátero, caminando perezosamente hacia nosotros con la cabeza algo agachada y mirándonos con sus ojazos. Era blanca, con manchas café. Todo su cuerpo parecía limpio y reflejaba el sol mediocre, tal como lo hacía mi negrísimo cabello. Paso a paso se acercaba como si fuera a decirnos algo. Todos sus movimientos eran lentos, al menos a mis ojos, hasta acercarse tanto que pudimos sentir su exhalación húmeda. La escena transcurría de forma pesada, con suspenso, los pasos de la vaca retumbaban en mi estómago, mi respiración se agitaba y se erizaban mis pelos del antebrazo. Nada de eso podía notarse porque iba en los hombros de mi papá y había decidido ser valiente como un soldado de plomo, un matarife, un boxeador o un cargador de chanchos del matadero. Pero todo ese valor se deshizo en un gritito temeroso, sorprendido y divertido cuando la vaca, tras la caricia que mi papá le hiciera en el cuello, se alzó sobre sus patas traseras para poner las dos delanteras sobre la barra más alta del corral, mugiendo y estirando el pescuezo como si quisiera lamernos. ‘Nos quiere saludar’, dijo mi papá mientras retrocedía con cautela. Luego, rumbo a casa y con verdaderas ganas de comer cazuela, los dos reímos y repasamos varias veces la aventura: “¿viste los ojos súper abiertos de la vaca, papá?”, “¿Viste cómo a la vaca se hacía la tonta, papá”, “¿Cierto que se paró en las dos patas como un perro, papá?”. “Papá”, “papá”, “papá”. En esos días el nombre de mi universo era esa sola palabra y mi memoria en formación alojó el recuerdo de muchas aventuras sencillas, con el orgullo de ser un niño ostentando papá.

3. El año de la maldita primavera

1973. Arnoldo era un gigante rubio, bigotudo y sobre todo alto, es decir, un vikingo en la mente infantil del Negro. Trabajaba en la fiambrería de Don Santos, en la esquina de Franklin con San Francisco. El Negro recordaba su contextura, buen carácter, voz ronca y las pichangas que jugaban en el pasillo de su casa. También recordaba que a su polola y amigas les sugería vestir pantalón cuando fueran a lo de Don Santos, pues los dependientes habían instalado espejos en la parte inferior del mostrador para observar los secretos que ocultaban las minifaldas. Con todo, lo que el negro más recordaba era, sin duda, el relato del Cato sobre la muerte de Arnoldo, ocurrida en aquella maldita primavera. El Pelao, el Cato y Arnoldo eran amigos. Ese día miraban a distancia el allanamiento de Textil Burger. El ruido de los tiros y de los aviones era ensordecedor. Ceci, una vecina, les preguntó mediante gestos qué ocurría. Arnoldo le respondió simulando una ametralladora con sus manos. Cayó, entonces, una lluvia de balas sobre ellos. Para graficar el relato, el Cato mostraba el agujero que “su bala personal” había dejado en el abrigo que llevaba. La bala del Pelao se incrustó en un poste. La de Arnoldo rebotó en el marco de una puerta y luego se alojó al centro de su espalda. Cayó de rodillas y, en una fracción de segundos, se desplomó. Cesaron los tiros y el personal de una ambulancia recogió el cadáver. Lo montaron sobre unos sacos de azúcar que se tiñeron de rojo. Así es como el último viaje de Arnoldo fue a la morgue, con una bala en la espalda y sin monedas en los ojos. Años después, el Negro experimentaba las dudas propias de la adolescencia. Cursaba el último año de la secundaria y le tocaba decidir. A ratos quería ser psiquiatra, otras veces escritor y ocasionalmente guerrillero. El ciclismo lo tranquilizaba con la exquisita sensación de la brisa en las mejillas, la pulsión de las piernas al pedalear y el gusto de llegar a las sencillas plazas de los pueblitos aledaños. Fue un buen ciclista, imbatible en pruebas de velocidad, demoledor en el sprint rutero y difícil de seguir en las carreras de fondo. Según su entrenador estaba dotado de fibra muscular roja, lo que supuestamente le daba más tolerancia al dolor y le permitía recuperarse mucho más rápido que los demás. Durante años ese mito cumplió una eficaz función en su mente de corredor. Después de entrenar visitaba a su novia. Una hermosa catalana avecindada en Chile desde que su familia huyó del destape español, a fines de los setenta. La conoció en una reunión clandestina organizada por él y sus amigos para convencer a otros estudiantes de participar en la primera protesta nacional contra la dictadura. Ella llegó radiante, guapa y republicana. Él explicó al grupo las razones de la protesta, tratando de motivar a los demás con clichés del tipo “es mucho más que una huelga, es el comienzo del fin de la tiranía”. Sus panfletarias arengas resultaron eficaces, pues el once de mayo de 1983 doscientos adolescentes marcharon por la Gran Avenida desde la estación Lo Vial hasta la estación San Miguel de la Línea 2 del Metro. Fue la primera protesta de estudiantes secundarios contra el régimen, pero también la instancia donde nació el amor que el Negro y la catalana vivirían durante muchísimo tiempo. El once de septiembre de ese mismo año se conmemoraban diez años del golpe militar que derrocó a Salvador Allende. El Negro decidió pasar por el portal donde estaba (aún está) la marca que dejó la bala que mató a Arnoldo y en la que siendo niño solía medir su estatura. Recordó la alegría que sintió cuando su cabeza llegó a la marca. Sin embargo, esta vez se dio cuenta de que ya tenía la misma edad que Arnoldo cuando fue asesinado y que la marca llegaba justo al centro de su propia espalda. Sintió miedo. Y rabia. El Negro estudiaba antropología y yo leyes cuando me contó esta historia. Habló rápido y nervioso, pues esperábamos la carga de las fuerzas especiales en una trinchera improvisada con sacos de azúcar que tomamos del casino de la universidad. El rector delegado había autorizado el desalojo. La carga policial fue brutal y se oyeron tiros en una sola dirección. Arnoldo era un obrero de dieciocho años, asesinado en la matanza primaveral del “setenta y tres”. Nosotros, unos estudiantes de esa misma edad diez años después. La sangre del Negro tiñó los sacos de azúcar de nuestra especie de trinchera y lo que es yo, nunca he querido ni podido olvidar al Negro, a Arnoldo ni el azúcar ensangrentada que los igualó.

4. Cinco años después...

1978. Cada domingo tararea la misma canción, con la mirada perdida frente al espejo. Aunque no sabe que existe la aromaterapia, cuando está triste o nerviosa inhala el perfume de la loción barata que usa para sentirse de nuevo joven, bella y feliz. Eso sí, no cuenta o ignora el lagrimón travieso que escurre por uno de sus ojos nublando la magia. Su diminuta casa es fresca en verano y un verdadero congelador en invierno. Mientras trajina pasa frente al dormitorio pequeño tratando de no despertar a Manuel. El pequeño gigante se recupera de su primer día de trabajo y de la partida de baloncesto de la noche anterior. Como siempre, se estremece al ver la entrega total del muchacho al sueño y sus pies que rebasan la extensión de la cama, con los calcetines puestos. Todos dicen que Manuel ya es un hombre, pero para ella sigue siendo el mismo recién nacido que marcó los brazos de su padre al dejarse caer en ellos con todo con su delicado peso ¿Adonde lo habrán llevado sus sueños esta noche? Una hora después salen de casa impecablemente vestidos. Es primavera, no hace frío ni calor. El sol de la mañana galopa rumbo al cénit, pero demasiado lejos de alcanzarlo. Ella va con los labios bien rojos y Manuel algo chascón, con zapatillas nuevas y jeans apitillados. Cruzan la plaza del pueblo cargando un montón de ropa limpia, planchada y una buena provisión de humitas de maíz, cazuela seca, legumbres hervidas, guiso de espárragos, duraznos maduros, manzanas del huerto comunitario, ajíes, pimientos, choclos cocidos, una pequeña olla con arroz y un pan de anís preparado por la abuela, quien no pudo acompañarlos porque el dolor de espalda ya no le permite caminar. Como es habitual, hacen el trayecto en tren. Cada cual viaja sumido en sus recuerdos. Unos donde están los tres juntos y otros donde Manuel y su padre juegan, corren y charlan antes del almuerzo dominical. Así llegan a la estación donde chillan las ruedas traumatizadas del tren desvencijado. Al final de la ancha alameda se divisa el muro blanco y alto de la fortificación, con un gentío en la puerta principal, guardias y carros blindados que ese día trasladan sacos de azúcar, papas, arroz y porotos para abastecer una semana más de encierro. Odia la revisión donde otra mujer le tocará las piernas, palpará sus senos y levantará sus faldas. Tampoco le agrada cuando el guardia de turno voltea la comida para olerla, sin mucha convicción. Pero lo que menos le gusta es cuando él aparece en la sala de visitas, cada vez más flaco y arrugado, con la mirada perdida, vestido con la última muda de ropa limpia que le quedaba. Siempre llega bien peinado, con el pelo mojado y con sus pocas canas bien distribuidas. Conserva todo su cabello. Nunca ha usado barba. Trata de percibir sus propias emociones mientras el hombre se acerca sin sonreír, sin odio, sin violencia. Palpa que ya no siente rencor y no puede evitar que su memoria la lleve junto al joven sonriente, atlético y viril que “en otra vida” amó. Como siempre, durante el primer minuto no logra escuchar lo que dice. Luego hablan un poco de Manuel, de la salud de su madre, pero nunca de ellos dos. Antes de retirarse dice “ya viene tu hijo, él sí te abrazará, te besará, llorará un poco, te hablará de su semana, de su entrenamiento, de su nuevo trabajo y quizá ¡oh! ... esto es nuevo y trascendental, de su primer amor. Sí, pues nuestro niño se ha enamorado y nótese que ya no digo mi niño, sino que nuestro niño, pues ha pasado el tiempo y ya entendí que solo sigues vivo por él”. Todo eso dijo tras entregarle las bolsas y decirle secamente “nos vemos el próximo domingo, disfruten el momento como si fuera la última media hora que les queda por vivir”. Luego murmura el adiós semanal mirando al vacío y enseguida, en la franja sonora de su mente, brota de nuevo esa canción que cada domingo la asalta:

yo no soy esa que tú te imaginas, una señorita tranquila y sencilla, que un día abandonas y siempre perdona, esa niña así, no, esa no soy yo”.

5. Nueve años después...

1982. Las piezas cromadas siempre están limpias y brillantes, pues le gusta pulirlas delicadamente antes de salir a rodar. El funcionamiento de la maquinita es silencioso, suave, sin quejido alguno y extraordinariamente ligero. La cadena pasa de un piñón a otro con total fluidez. Es como una parte más de su cuerpo, totalmente sincronizada con sus piernas y cintura durante ese baile perfecto que hacen al escalar. Él descansa erguido sobre los pedales para estirar los músculos de las piernas y la zona lumbar. El entrenamiento concluye. Va de regreso a casa por el camino que bordea el río. En primavera, el Cajón del Maipo es un lugar muy verde, lleno de flora nativa que ofrece una galería de bellos paisajes que pasan como diapositivas ante los ojos del ciclista. Abajo, el río corre turbio sin afectar la hermosura del conjunto. En la ladera de enfrente hay casas que cuelgan del barranco y otras que están en la cima de los cerros. Es inexplicable cómo se puede vivir sobre esa placa tectónica que tarde o temprano colapsará. Quizá los moradores de esas casas y todos los habitantes del Cajón evitan pensar en ello, como la mayor parte de nosotros lo hace ante la muerte o la mezquina pensión que recibiremos al jubilar. Sus pulmones absorben y expulsan el aire con facilidad. Todo ocurre en placenteras tardes de verano que mueren en el arrebol, o en días nublados de invierno cuando los pinos aromatizan el sendero. El sol se pone tras la cordillera de la costa y sus mejillas comienzan a enfriarse, dulcemente. A las horas que el entrena sus amigos se aburren mirando programas de televisión o poniendo timbres en la sucursal de algún banco. De todos modos, ironizarán respecto de su pasión, su gusto por entrenar, dormirse temprano cada noche, no probar ni una gota de alcohol, ni fumar, ni asistir a fiestas de madrugada y gastar el resto del tiempo leyendo o estudiando poseído por la curiosidad. Un nerd. En ese plano, el de las ideas, siempre siguió su propio plan: investigar por su cuenta los temas que los profesores presentaban en la primera clase del año, para luego “googlear” en la biblioteca de su colegio. Lo que no encontraba allí, lo pedía a su tía Flo, bibliotecaria del liceo de niñas. Por años se preguntó cómo hacía Flo para conseguir cualquier libro que él quisiera leer. Muchas veces se trataba de títulos que estaban en la lista negra del Ministerio de Educación, o sea prohibidos. Tía Flo decía que no podía revelar eso, pues se trataba de un “secreto profesional”. Pero hace pocos años, ya retirada y postrada, le confesó que antes de la requisa escondió muchísimos volúmenes en unas cajas que guardó en un discreto sótano del liceo. Uno de los libros que llegó a sus manos desde aquel sótano cuenta la historia de un encantador ciclista de izquierdas, detenido y desaparecido a manos de la policía secreta de la dictadura militar. Un atleta alto, de pelo negro, piernas largas y musculosas, jovial y divertido, solidario y dedicado a cuatro cosas: el ciclismo, su trabajo, sus ideas y el amor. Los ciclistas viejos de su país cuentan que de vez en cuando lo ven pedaleando por las carreteras y que los saluda, que lo han visto rodar por las rutas más sinuosas de Chile, montado en su bicicleta rojinegra y veloz. Él escucha esos cuentos y calla, pues aún tiene muchos kilómetros que rodar, muchos libros que leer y muchos pasaportes que repartir.

6. 10 años después

1983. Cuando abrió los ojos solo había oscuridad. Estaba tendido de bruces, esposado por la espalda y desnudo. Pensó que lo habían dejado ciego. Le costaba respirar. Le dolían distintas partes del cuerpo. Lo último que recordaba era el olor a carne quemada que salía de sus genitales cuando el tipo del delantal blanco le aplicaba corriente con los electrodos de unos cables conectados a la batería de un automóvil. Durante las descargas se evadía pensando cómo era posible que ese sujeto no tuviera ni una sola mancha en su delantal. ¿Sería un médico? ¿Un químico? En el ambiente era sabido que en esas sesiones participaban médicos que monitoreaban los signos vitales de las víctimas para mantenerlas vivas hasta que hablaran. Después los daban de baja para hacerlos desaparecer lanzándolos al mar desde un helicóptero, metidos en bolsas de lona atadas con alambres a pesados rieles ferroviarios. O bien llevaban los cadáveres a lugares apartados del desierto o a los montes de la precordillera, donde los mutilaban para luego enterrarlos en fosas clandestinas. Sabía que uno de aquellos sería su destino. Para no pensar y olvidar el dolor físico se esforzó por recordar el mar transparente, donde hace poco había buceado al ritmo de un cardumen de peces bailarines, pequeños y dorados. En el farellón vive su amigo el congrio, a unos 20 metros de profundidad. De vez en cuanto lo visita, interrumpe su siesta submarina y conversan. El congrio siempre se queja de que los camarones de roca lo asedian y no lo dejan dormir. Según él, todo el tiempo están tratando de invadir su cueva, obligándolo a espantarlos a cabezazos. El congrio se alegra mucho cada vez que se ven y posa para que lo fotografíe. Es divertido ver su ancha sonrisa en las muchas fotos que le ha tomado, debidamente enmarcadas y colgadas en las paredes de su casa. Pero no solo hay fotos donde el congrio sonríe. También las hay donde se le ve poniendo boca de pato como hacen las adolescentes en Instagram. Pero mientras buceaba imaginariamente en un mar de aguas excepcionalmente claras y tranquilas, sintió un suave gemido. En lo que parecía una habitación contigua se había encendido una luz que dejó al descubierto la pequeña rendija que iluminó levemente el lugar de su encierro. Gracias al tenue haz de luz pudo darse cuenta de que su mazmorra era mínima. Calculó que de pie se golpearía la cabeza y percibió que la única puerta estaba en el techo, por lo que dedujo que lo habían arrojado allí como un saco de papas. Hacía ese tipo de observaciones cuando escuchó otro gemido. Y enseguida otro y otro. Cada uno era más ruidoso que el anterior, por lo que decidió acercarse a la pared para mirar por la rendija. Llegó a ella arrastrándose como un gusano, deslizándose sobre orina y excremento. Pudo ver que en la habitación contigua alguien estaba atado a una silla. Esa persona se veía mal, tenía heridas en las piernas. Le observaba de pie un tipo pequeño y rechoncho, de traje negro, que miraba con una sonrisa extraña, decía algo imperceptible y él o ella parecía no escucharlo. Entonces la víctima dejó caer la cabeza hacia atrás con la boca abierta y sus quejidos se hicieron más roncos, fuertes, casi guturales. De pronto el tipo hizo unos ademanes amenazantes y agitó los brazos como si estuviera furioso, para enseguida ponerse de rodillas, separar bruscamente los muslos de la persona maniatada y meter la cabeza entre sus piernas. El tipo movía la cabeza de manera cada vez más violenta y grotesca. La escena era de una confusión macabra. Cuando los gemidos alcanzaban su máxima intensidad y los gestos del sujeto eran más febriles, pasó algo extraordinario. La silla comenzó a elevarse lentamente, despegándose del suelo. En ese momento el tipo levantó la cabeza, se puso de pie, dio unos pasos hacia atrás, se limpió la boca con la manga izquierda de su traje y se instaló a contemplar con fascinación lo que ocurría. La cabeza de la víctima colgaba hacia atrás. Desde su boca abierta salía la lengua, alargándose y engrosándose hasta alcanzar una dimensión inusitada. Llegaba desde el techo hasta el suelo y reptaba. Los gemidos nunca pararon. De pronto la escena cambió por completo. Todo quedó a oscuras, salvo la imagen de la persona maniatada y su lengua gigante resplandeciendo dentro de una burbuja de luz. Estaba suspendida en el centro de la esfera en que se había convertido la habitación, blandiendo su larga lengua como si buscara al tipo de traje que ya se había esfumado. Luego la burbuja reventó, todo se desvaneció y él quedó a solas en su mazmorra, esperando su consabida suerte.

7. La actualidad...

2023. En mi casa nueva hay un cuarto misterioso donde encontré todos los tesoros del viejo que allí vivió. La primera vez que entré al cuarto olía a papel de biblia humedecido, con tintes de cuero rancio y barricas de roble. Allí estaban sus estanterías llenas de libros, fotos, pergaminos, una vieja bicicleta, regalos, ropa y un uniforme militar completo, casco incluido, que me calé. Me miré en un espejo similar a esos que se encuentran en el mercado persa de Biobío, donde uno puede verse de cuerpo entero. Traspasé levitando el cristal del espejo. Enseguida me encontré caminando por las calles de una ciudad en ruinas. Iba acompañado por una hilera de gente. Caminábamos en silencio, despacio y cabizbajos, bajo una lluvia tenue que nos mojaba las caras. De vez en cuando miraba los muros acribillados, buscando los agujeros de metralla tal como hacía de niño en mi barrio natal. Al parecer la guerra había terminado, ya que pasamos en medio de una horda de fascistas que intentaron robarnos el cadáver. Como en mi país había vivido experiencias similares, sabía que ordenándoles con firmeza que se fueran lograríamos pasar. Un cura de sotana y boina calada los alentaba a caer sobre nosotros, clamando que al muerto había que darle una sepultura cristiana. Mas le arrebaté el paraguas con que nos señalaba, lo rompí en pedazos y lo arrojé al suelo gritando ¡atrévanse, a ver qué pasa! Seguimos con decisión hacia un destino que yo desconocía. Luego nos cruzamos con un pequeño grupo de borrachos que celebraban la caída de la ciudad de las flores. Alarmado, le dije a la mujer que iba a mi lado “ojalá no se den cuenta de que llevamos el cuerpo del viejo, porque esos sí que nos lo quitan y se lo comen”. Esta vez no confrontamos a nadie y gélidamente seguimos nuestro camino. Eso sí, uno de ellos eructó demasiado cerca de mi cara. Me limité a mirar sus ojos nublados por evidentes cataratas. Zafamos hasta quedar frente a una casa, a la que ingresamos traspasando los muros. Aparecimos en medio de una sala repleta de personas vestidas con trajes de otra época, envueltas en una nube de humo con aroma a tabaco demasiado picante para mi gusto. El barullo cesó abruptamente cuando vieron la urna. Entonces me percaté de que aún llevaba puesto el casco del viejo y que todos me miraban con sorpresa y respeto, aunque nadie me dirigía la palabra. Un enano quiso entonar una canción revolucionaria que no prendió y otro levantó el puño recibiendo sendas miradas de rechazo. Había allí un espejo idéntico al de la habitación del viejo. Quise reflejarme en él, pero no vi más que la urna solitaria, sin flores y con una bandera sobre ella. Caía en cuenta de mi suerte cuando desperté en mi cama, inhalé y exhalé un par de veces, miré los rayos de sol que se colaban por la ventana y sonreí, recordando que por fin habíamos recuperado, pocos días atrás, la ciudad de las flores.

Conclusión sin concluir

La historia reciente de Chile ha estado atravesada por el dolor de las atrocidades de la dictadura. Cada año y cada década ha significado transitar por discontinuidades y fracturas profundas en la vida de las personas directamente violentadas. Pero sabemos que los 17 años de la dictadura militar dejaron huellas sociales profundas que se revelan en los recuerdos, testimonios, relatos e incluso en la actividad onírica de las generaciones contemporáneas al golpe y a la dictadura. Las conversaciones en profundidad con personas que aún eran niños o niñas en 1973 muestra que si bien estas huellas evolucionan de manera diferenciada, comparten su traumático origen. Sociológicamente hablando el olvido es imposible y está bien que así sea, siempre y cuando el presente se nutra sanamente de la memoria para proyectarse hacia un futuro más humano y digno. Lo malo es que Chile sigue polarizado y, lamentablemente, tras medio siglo de resistencia y puja democrática la sombra del autoritarismo sigue rondando, esta vez encarnada en distintas vetas de populismo. Demás está decir que hay heridas que aun no sanan (todavía existen personas detenidas desaparecidas), la desigualdad persiste y la desazón ciudadana prolifera. La actualidad impone desafíos enormes para los herederos y herederas de quienes hace poco más de medio siglo quisieron llevar a Chile hacia un mejor destino. En ese caso, el desafío principal es estar a la altura histórica de quienes lo intentaron antes y de quienes dejaron hasta la vida en ese camino. No pasa ese esfuerzo por pretenderse carne de estatua antes de tiempo, sino por conjugar todas la experiencias en un nuevo proyecto que recupere a ‘la ciudad de las flores’.

Notas

1 Sociólogo (Universidad de Chile), Máster en Comunicación Estratégica (UAI) y DEA en Ciencias Políticas y Sociología (Universidad Complutense de Madrid). Investigador y consultor en Alcalá Consultores.

2 Agradezco a: Marie José Devillard y Adela Franzé por su constante apoyo científico (Universidad Complutense de Madrid). Y a Santiago Tena, guía del taller de escritura autobiográfica de Fuentetaja (Madrid). Todos los errores e imperfecciones de este escrito y del trabajo mayor al que he hecho relevancia, son de mi absoluta incumbencia y vulneran el apoyo que me han dado.