DIGNIDAD ES CUIDADO. HACIA UNA NUEVA FORMA DE INTEGRACIÓN SOCIAL

Dignity is care. Toward a new form of social integration

Gabriela Cabaña[1]

Recibido: 07/01/20

Aceptado: 16/03/20

 

Resumen

Este artículo busca levantar una reflexión teórica sobre la idea de dignidad y el rol que esta podría jugar para repensar las políticas sociales chilenas, tomando inspiración en el rol que ese concepto ha tomado en la oleada de protestas iniciadas en Santiago de Chile en octubre de 2019. Primero, se propone que la noción de dignidad se entiende mejor a la luz del concepto de cuidado, el que nos invita a cuestionar y trascender la idea del empleo remunerado como principio de integración social. Siguiendo los aportes de la teoría feminista y la economía ecológica, se ahonda en las distintas disputas de valor que subyacen a la distinción entre trabajo productivo y reproductivo. Luego, y como un ejercicio de imaginación política, se propone la idea de una renta básica universal y los posibles impactos que tendría en la sociedad chilena su implementación. Para concluir, se argumenta que un debate en torno a esta propuesta podría ser útil para comenzar a transitar a una sociedad de cuidado, aprovechando la coyuntura de un proceso constituyente democrático, inédito en la historia nacional.

 

Palabras clave

Cuidado, renta básica universal, valor, valores, dignidad.

 

Abstract

This article seeks to raise a theoretical thinking on the idea of dignity and the role it could play to rethink Chilean social policies, taking inspiration from the role that this concept has taken in the wave of protests initiated in Santiago de Chile in October 2019. First, we suggest that the notion of dignity is best understood in the light of the concept of care, which invites us to question and transcend the idea of paid employment as a principle of social integration. Following the contributions of feminist theory and ecological economy, we will explore the various value disputes that underlie the distinction between productive and reproductive work. Then, and as an exercise of political imagination, the idea of a universal basic income and the possible impacts that its implementation would have on Chilean society is proposed. By way of conclusion, we argue that a debate on this proposal could be useful in order to begin to move towards a care society, taking advantage of the situation of a democratic constituent process, unprecedented in the country's history.

 

Key words

Care, universal basic income, value, values, dignity

 

Cómo citar

Cabaña, G. (2019). Dignidad es cuidado. Hacia una nueva forma de integración social. Intervención, 9(2), 5-24.

 

1.   Introducción

Este artículo es una versión extendida de las ideas planteadas en una columna escrita para la revista política Trama, publicada en noviembre de 2019[2]. En ella, hice una reflexión en torno a las movilizaciones iniciadas en Chile en octubre de ese año. En línea con el proceso constituyente cuyo plebiscito de apertura está planificado para octubre de 2020 este texto es en parte un intento por imaginar esta nueva carta magna nacional, desde una perspectiva radicalmente distinta a las posturas tradicionales de las luchas populares del siglo XX. La oportunidad de superar la constitución chilena, creada en dictadura y promulgada en 1980, abre la posibilidad a un cuestionamiento más profundo de la forma de pensar la política social y, en consecuencia, la sociedad en un sentido más amplio.

Para ello, en este artículo recorro brevemente las ideas que han guiado (y en cierta medida, siguen guiando) tanto el imaginario de izquierda como los cambios de las últimas décadas en la política social chilena, para mostrar los límites conceptuales de la figura del trabajador (en masculino). Luego, ahondo más conceptualmente las luchas de valor que subyacen a la adopción de este ideal como forma de integración social. Más adelante, exploro la noción de cuidado y cómo nos puede guiar a una re-imaginación de nuestra vida colectiva, mediante la idea de Renta Básica Universal (RBU). Para esto, me baso en algunas de las consignas que se han tomado las calles en Chile desde el 18 de octubre 2019, y en cómo la idea de “dignidad”, invita precisamente a este redireccionamiento de los imaginarios políticos de izquierda. Finalmente, sugiero que la demanda por más dignidad apunta a la necesidad urgente de más y mejor cuidado, y que es posible hacer una relectura de las políticas sociales existentes y potenciales desde esta perspectiva.

 

En este artículo busco combinar un análisis crítico a las formas de intervención social que han marcado las formas de hacer estado en el Chile post dictadura con un ejercicio imaginativo; una propuesta de cómo se podrían cambiar los principios de integración a través de la idea de dignidad. Para esto, considero algunas figuras y elementos emblemáticos de las recientes oleadas de manifestación popular. Las referencias a las peticiones y consignas de la protesta se basan en la experiencia de la autora en las movilizaciones de Santiago durante los meses de octubre, noviembre y diciembre de 2019.

 

2.   La protesta de octubre en perspectiva histórica

A comienzos de octubre de 2019, luego del anuncio de un alza en el pasaje del Metro de Santiago de Chile de 30 pesos, y 10 pesos en los buses de Red (ex Transantiago), grupos de estudiantes secundarios comenzaron a evadir masivamente el metro[3]. La estrategia de parte de las autoridades de cerrar las estaciones de metro para evitar las evasiones, llevó a un colapso generalizado de la ciudad el día viernes 18 de octubre, tras 12 días en los que cada vez más estudiantes se sumaban a la acción colectiva. El descontento por la medida llevó a diversos hechos de violencia, incluyendo la quema de 10 estaciones. El decreto de Estado de Excepción Constitucional de emergencia la misma noche del viernes y la posterior brutalidad policial y militar para impedir el derecho a protesta que se desencadenó, han marcado los últimos meses del acontecer nacional. Desde ese entonces, las manifestaciones se han propagado por todo el país, a pesar de fuertes medidas represivas y graves violaciones a los Derechos Humanos (INDH, 2019). En suma, nos encontramos en medio de la crisis política y social chilena más profunda desde el retorno a la democracia en 1990.

 

A la vez, y como una forma de responder más globalmente a las demandas sociales, se ha dado inicio al proceso político para definir si Chile cambiará o no su constitución política. Durante octubre de 2020 tendrá lugar un plebiscito para definir si habrá proceso constituyente, así como la composición del organismo, llamado Convención Constituyente. Este artículo se basa en la hipótesis que tal propuesta se aprobará y que el país verá comenzar un debate de al menos un par de años en torno a la constitución y a otros elementos de nuestra arquitectura política. De hecho, tal debate ya ha iniciado.

 

Si bien el día 19 de octubre el alza de los pasajes fue suspendida, el estado de emergencia se mantuvo una semana. Las manifestaciones lejos de apaciguarse con la medida, escalaron con peticiones sobre otros temas críticos. Una de las consignas más escuchadas en la calle desde el inicio de las movilizaciones ha sido “hasta que la dignidad se haga costumbre”. Esto refleja, por una parte, un llamado a resistir el desgaste de quienes se manifiestan. Pero, más reveladoramente, es la instalación de una demanda que hasta ahora no se había manifestado con tal claridad: la dignidad. En los cánticos se oye “El pueblo está en la calle pidiendo dignidad” y los murales muestran repetidamente la frase “Hasta que valga la pena vivir”. Ambas ideas van en línea con la aspiración a una vida digna. La irrupción de este concepto hace que amerite preguntarse ¿qué pedimos cuando pedimos dignidad?

 

Para enmarcar el origen del descontento, es posible combinar fenómenos de larga data —la extrema desigualdad y protección a la empresa y propiedad privada, herencia de la dictadura militar—, con giros y acomodos más recientes. A nivel de política social, el período de la dictadura cívico-militar (1973-1990) instaló una forma de asistencia focalizada y residual. El gasto social se redujo y los servicios sociales (vivienda, salud, educación y pensiones) pasaron a estar en parte administrados privadamente, viéndose debilitadas las instituciones públicas (Raczynski, 1994). El resultado fue la instalación de una brecha profunda, en la que una parte pequeña de la población tiene acceso a servicios privados de altísimos estándares, mientras quienes dependen del sistema público enfrentan la precariedad y falta de recursos para el goce de sus derechos.

 

Desde los 90, el enfoque cambia. Los gobiernos de la Concertación introdujeron cambios en la política social, avanzando en varios campos hacia la universalidad. Por ejemplo, con el caso del Chile Crece Contigo; o el plan de Acceso Universal de Garantías Explícitas (AUGE) luego Garantías Explícitas en Salud (GES). En otros aspectos, como las pensiones, la presencia del estado permaneció mínima. En cualquier caso, los principios de subsidiariedad del estado permanecieron intactos. Como señala Ceballos (2008), estas “políticas sociales post-ajustes estructurales” se siguen sustentando en el mercado como mecanismo redistributivo y de inclusión. El empleo formal se mantiene como central para acceder al bienestar. El resultado ha sido el mantenimiento de una vasta brecha de desigualdad económica, que sitúa a Chile como uno de los países más desiguales de la región y de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE). Por ejemplo, mientras un 53,1% de las trabajadoras y trabajadores ganan menos de $400.000 mensuales, el 13,3% superior gana más de $1.000.000 al mes (Durán y Kremerman, 2019).

 

En síntesis, uno de los factores fundamentales a tener en cuenta para entender la actual crisis política, ha sido la larga historia de desigualdad de Chile. El diagnóstico hasta este punto no es nuevo ni demasiado controversial. Fundamentalmente estas inequidades son profundas y trascienden lo que pueden capturar los indicadores de desigualdad en el ingreso. Aquí podemos encontrar también las pistas sobre la dignidad como clave conceptual. El informe “Desiguales” del PNUD (PNUD, 2017) apuntaba precisamente a la desigualdad en el trato como uno de los factores centrales de descontento. El sentimiento de menoscabo, de ser mirado en menos y despreciado en la vida cotidiana, apareció fuertemente entre quienes participaron del estudio. Decidor es que, por ejemplo, a más personas les moleste “que a algunas personas se les trate con mucho más respeto y dignidad que a otras” (66%) en comparación a “que algunas personas ganen mucho más dinero que otras” (53%) (PNUD, 2017:231). Según el informe, la extrema desigualdad y falta de garantías por parte del estado, se convierten en obstáculos para una vida digna de gran parte de la población que siente injustamente que con su trabajo no alcanza a cubrir las necesidades mínimas de su familia.

 

Esta dimensión moral de la dignidad nos invita a explorar las complejidades y tensiones de las más recientes transformaciones económicas y sociales, particularmente en torno al empleo. A nivel de imaginario, el modelo clásico del trabajador manual ha sido reemplazado en el Chile post-transición por subjetividades neoliberales de individuos emprendedores; supuestamente independientes; con la capacidad de ser “dueños de sí mismos”; con carreras altamente flexibles; que se adaptan a proyectos cortos y externalizados (Soto Roy y Fardella, 2019). La contraparte ha sido una nueva forma de precarización tanto del empleo como de la experiencia de trabajo en sí; que se vive ya no sólo en los márgenes, sino que como experiencia generalizada (Stecher y Sisto, 2019). Chile ha visto en el último par de décadas la emergencia de un “precariado” (Standing, 2014), cuya mayor carga es la inseguridad económica, y la falta de tiempo y espacio para los cuidados —propios y ajenos— que eso conlleva. En el Chile del siglo XXI, muchos ingresos por sobre la línea de la pobreza esconden una precariedad tremenda. Las altísimas cifras de deuda a nivel de hogar, que a fines del 2019 logró nuevos máximos históricos, refuerza esta tesis (Banco Central de Chile, 2020). El endeudamiento se convierte en la única red de apoyo frente a la impredecibilidad en los ingresos.

 

Las nuevas transformaciones globales del empleo, traen una complicación de la idea de integrarse a través de un empleo formal. El estado y su forma de hacer política social ha reaccionado a estos cambios. Así, hemos visto emerger a otro tipo de ciudadano, un sujeto (supuestamente) autónomo y empoderado (Schild, 2007). Este ciudadano-consumidor, como lo llama Schild (2007), se convierte en el sujeto de intervención de la política social enfocada en la superación de la pobreza. Programas como el Chile Solidario, y más tarde el Ingreso Ético Familiar (IEF), trabajan bajo la idea de ser puentes hacia un individuo —encarnado principalmente en la idea de la mujer jefa de hogar— que se “empodera” para sumarse al bienestar general (Rojas Lasch, 2019).

 

Interesantemente, esta mirada positiva del estado hacia la figura de la emprendedora viene muchas veces acompañado de refuerzos e incentivos al ideal del empleo formal y con contrato. El impulso que dio el primer gobierno de Sebastián Piñera a la recompensa por obtener un empleo formal (Bono de Formalización) por parte de las mujeres pobres participando del IEF, así como la figura del apoyo socio-laboral (que se suma a la psico-social), son ejemplos que apuntan en esta dirección. Esta figura de la empresaria de sí misma, es más bien una nueva capa en los imaginarios productivistas previos, como una forma de rescatar e incorporar nuevos tipos de acomodo, ante la disminución del trabajo “seguro”, en el sentido de los imaginarios del capitalismo industrial.

3.   Antecedentes teóricos críticos

 

El actual momento de protesta que atraviesa Chile, a tres décadas de la recuperación de la democracia, evidencia los límites conceptuales de la figura del trabajador del siglo XX que, aunque resquebrajada, ha seguido en la base de las luchas sociales por mayor igualdad. Antes de pasar a las posibilidades de cambio particulares que emergen en Chile el 2019, para objetivos de mi análisis quiero visitar brevemente dos corrientes que apuntan a estos límites: las teorías feministas; que reclaman por la sostenibilidad de la vida y la reivindicación del trabajo invisible del cuidado, y la más reciente literatura de la economía ecológica; que pide con urgencia una rearticulación de las actividades productivas.

 

La literatura y los movimientos feministas —y la economía feminista en particular— llevan décadas levantando una crítica profunda a la economía como ciencia patriarcal que ha ignorado las labores que hacen la vida posible (Carrasco, 2001; Praetorius, 2015). Este trabajo de cuidado, muchas veces catalogado como doméstico, va desde tareas cotidianas como la cocina y la limpieza a tareas más complejas como la crianza y el acompañamiento emocional. El foco de la ciencia económica en el trabajo “productivo” en desmedro del “reproductivo”, tiene como contraparte la adscripción de un supuesto rol “natural” de madre, criadora y cuidadora a la mujer, invisibilizándola como sujeto económico (Sanhueza et al., 2018). Esta errónea distinción y subordinación del trabajo del cuidado, puede ser considerado no sólo el “talón de Aquiles” de gran parte de la teoría económica y política imperante, incluso en los sectores de inspiración marxista (Federici, 2012), sino también una dimensión consistentemente ignorada cuando se piensa, diseña y evalúa política social.

 

El pasar por alto el trabajo de cuidado como “amor” ha despolitizado la categoría del cuidado (Folbre, 1995). Si el concepto es incorporado en la formulación de políticas públicas, suele hacerse manera residual. En Chile, por ejemplo, el emergente subsistema de Chile Cuida refiere a la categoría de cuidado, pero lo limita a la asistencia profesional de cuidadores a personas de la tercera edad consideradas “dependientes”.

 

La crítica feminista va más allá de reivindicar y pedir una valorización económica por el trabajo del cuidado que se mantiene gran parte de las veces sin compensación económica, e invisibilizado. Lejos de pedir una integración a las actividades validadas como “productivas”, cuestiona el binario entre una esfera doméstica dedicada al cuidado, y una esfera pública dedicada a lo productivo. La verdad es que el trabajo del cuidado no es ni “inmaterial” en su afectividad, ni tampoco está limitado a las relaciones íntimas del parentesco (Yanagisako, 2012). Mientras más se intentan aislar los mundos de lo productivo —y por ende legítimamente inserto en relaciones monetarizadas de intercambio— y los espacios familiares; donde supuestamente prima el altruismo, más dificultades encontramos. Esta teoría de los “mundos hostiles” como la llama Zelizer (2005) no logra dar cuenta de cómo, en la vida cotidiana, todas transitamos entre ambas esferas constantemente.

 

Por otra parte, desde la economía ecológica existen cada vez más indicios de que nuestro actual régimen de trabajo es incompatible con mantenernos dentro de los parámetros ecológicos que hacen la vida humana posible. Este aspecto no es problematizado explícitamente en las políticas de empleo: el impacto material en nuestras vidas en las que gran parte de las horas, se espera sean asignadas a actividades productivas. El empleo se asume como un bien en sí mismo; sin profundizar en si éste es significativo para quienes lo realizan, si los bienes y servicios que generan contribuyen al bienestar general, ni mucho menos si el estilo de vida que promueven (y del que generan ganancias), es consistente con la sostenibilidad de los ecosistemas. La obsesión con la mayor productividad laboral ha llevado a dejar de lado la lucha histórica de las trabajadoras por jornadas laborales más cortas, aunque éstas han tenido un repunte en los últimos años (Jackson, 2017)[4].

 

Cabe mencionar que algunas de las políticas que buscan mitigar la emergencia climática y ecológica apuntan a cambios o reducciones en el consumo. Por ejemplo, la política energética menciona la necesidad de fomentar decisiones informadas de consumo, que empoderen a los consumidores y les permitan tomar las decisiones más eficientes en su uso de energía (Ministerio de Energía, 2018). No obstante, aún no existe un plan para cambiar las formas del trabajo remunerado correspondiente. Parece por lo menos extraño, esperar que podremos reducir nuestro consumo y huella material, sin cuestionar cómo transformar los sectores productivos, cuya existencia depende del aumento constante de la demanda de productos y servicios.

 

Pero el problema no permite mayor postergación. La necesidad de estabilizar el calentamiento global alrededor de los 2ºC por sobre niveles preindustriales, requiere una menor intensidad de las actividades que producen CO2, sobre todo en países ricos como el grupo de la OCDE, al que Chile pertenece (Frey, 2019). Dada la gravedad de la situación, se vuelve urgente la necesidad de considerar innovaciones tecnológicas y la reducción de las horas de trabajo, como medidas de mitigación complementaria (Antal, 2018). Esto tiene sentido como contraparte de la necesidad de disminuir drásticamente nuestro consumo y huella material, pensamiento ya instalado en políticas que abordan el cambio climático.

 

Los dos cuerpos teóricos recién revisados comparten un llamado de atención a los supuestos económicos que subyacen a nuestra forma de hacer política social: con la economía reducida a lo monetario, desanclada de los elementos materiales, naturales y de trabajo invisibilizado que hacen las transacciones monetarias posibles. De este modo el ecofeminismo y la economía ecológica, “han realizado fuertes críticas a dicho sistema de medición, que sólo otorga valor a aquello que se traduce en valor de cambio, ocultando y relegando a la esfera de lo invisible el resto de actividades y dimensiones de la vida” (Gartor, 2015: 40).

 

Ambas perspectivas apuntan al peligro de basar nuestros vínculos sociales en una muy restringida forma de trabajo (es decir, como sinónimo de empleo remunerado). Sin embargo, el mensaje que hemos inscrito en las distintas instituciones y reglas de nuestra sociedad es: “quien quiera sobrevivir debe lograr tener un empleo remunerado, generar un ingreso a través del trabajo independiente, o depender de alguien en estas circunstancias”. En esto Chile, no es particularmente diferente a otros países, pero es probable que la patente desigualdad haya empujado esta tensión hasta un punto de quiebre cuya envergadura aún estamos descubriendo.

 

Bajo estos supuestos, a nivel de discusión política, el sector más conservador continúa apoyando su liderazgo en el argumento del crecimiento económico, la generación de empleo y la reducción de la pobreza. En respuesta, la izquierda chilena ha mantenido en la base de su imaginario el obrero que pensó Karl Marx (Tsing, 2009). Aquí una mirada antropológica puede darnos más claridad sobre cómo las figuras bajo las que se piensa teóricamente, delimitan los horizontes de lo posible políticamente. Tsing (2009) nos recuerda que la categoría de obrero de Manchester que inspiró a Marx y Engels mientras construían su pensamiento, estableció los parámetros bajo los que se formularon condiciones y caminos universales de emancipación. Pero no toda persona oprimida durante el siglo XIX era hombre, inglés y blanco. Vale la pena repensar entonces cuál es el sujeto al que pensamos cuando discutimos las posibilidades de algo llamado “progreso”.

 

Hasta ahora, en el contexto chileno como en muchos otros, adoptar esta figura ha significado para la izquierda seguir jugando en los mismos términos propuestos por la derecha, apelando a una idea de “estado empresario” (Mazzucato, 2015) y al fortalecimiento de los servicios públicos con un fuerte énfasis en la gratuidad. Basta pensar en las movilizaciones estudiantiles que, iniciadas el 2011, tuvieron como principal (y más controversial) bandera, la idea de una educación superior que se ofreciera gratuitamente para todas las personas. Pero el estallido social vivido en Chile el mes de octubre muestra que este enfoque ya no es suficiente. A esta reconstrucción de lo público como una fuerza capaz de garantizar y desmercantilizar derechos —que es urgente sin lugar a dudas— debe acompañarle un cambio más radical, que vaya al corazón de los principios que han guiado la forma de integración social en nuestro país.

 

  1. Los valores versus el valor

 

Propongo analizar cuáles son las disputas de valor que subyacen a esta crítica desde la idea del cuidado. Para esto me baso en un análisis de la noción de valor en sus sentidos múltiples; el valor cuantificable económicamente (muchas veces reflejado en el precio de un bien o servicio), el que valoramos en el sentido filosófico (como cuando hablamos, por ejemplo, de valores familiares), así como el valor que asignamos a distintos signos y símbolos en la semiología (Graeber, 2005). En la vida de las personas, estas distintas esferas del valor suelen estar en tensión e incluso en -al menos aparente- contradicción las unas con las otras. Las disputas sobre qué se considera y cómo se genera el valor, así como la interacción entre las distintas formas que este asume, suelen estar en el corazón de los conflictos políticos (Graeber, 2013). Un ejemplo puede ilustrar esta tensión: en los conflictos ecológicos, muchas veces se hace referencia a la necesidad de “compensar” correctamente el daño causado a los ecosistemas por una actividad económica. Desde quienes contaminan se puede buscar una legitimidad dando el precio “correcto” (en la forma de un bono, por ejemplo) a quienes se vean afectados. Muchas veces las comunidades ponen resistencia a esta medida, pidiendo compensaciones más altas (manteniéndose en la misma dimensión del valor económico). Pero otras tantas veces, pueden oponerse a estas actividades independiente del monto que se les ofrezca, porque ven que sus ecosistemas se dañan de una manera irreparable, ya sea porque se pierde biodiversidad o paisajes valiosos en sí mismos (valor no económico). En ese caso, las escalas de valoración chocan de una manera difícil de resolver sin escalar en una disputa política.

 

El caso de la exclusión del cuidado como trabajo, y la reducción de las políticas de trabajo al empleo remunerado es un buen caso para pensar la relevancia de nuestra concepción teórica del valor. Para esto, es necesario explorar primero los fundamentos presentes en la disciplina de la economía que ponen obstáculos a una adopción del cuidado como principio rector.

 

Hasta ahora, el pensamiento económico neoliberal —y uno podría aventurar, de la economía como ciencia— que parte desde la escasez como principio metodológico, ha descansado en el argumento de que la única manera de “solucionar” el problema de la pobreza (que parece ser el único problema real) es aumentar la producción. El imperativo del crecimiento precede al cambio de la administración de lo común, lo que ya existe, y lo que es necesario preservar y regenerar. Esta distinción no es trivial. Determina no sólo un principio técnico: la necesidad constante de aumentar el stock de bienes y servicios deseables, sino también uno moral. Parte de la idea de un estado constante de “falta” como parte de la naturaleza humana (Sahlins et al., 1996) al que estamos perpetuamente sometidos. Esto determina también que entendamos al mundo como objetivamente limitado —y limitante—, un obstáculo a una necesidad constante e incambiable de expansión (Kallis, 2019). La regla de privilegiar esa capacidad de expansión, relega también como moralmente inferiores a las demandas de mayor igualdad. Bajo este paradigma, cualquier protesta que lleve a mellar las posibilidades de producir más, de crecer, es leído como un ataque a unas supuestas condiciones comunes que son las que dan la “verdadera” prosperidad. Esta lógica funciona como principio disciplinador tanto en la toma de decisiones de los aparatos del estado, como en las conversaciones políticas donde debatimos lo que es o no posible imaginar como proyecto colectivo viable.

 

Dejemos de lado por un momento este supuesto ontológico y hagamos el experimento mental de pensar: ¿Cómo sería una sociedad en la que valoramos todas las vidas, sin mirar ni evaluar la utilidad productiva de los individuos o su colaboración al crecimiento de la economía? Si entendemos que el problema en el corazón de este momento constituyente es la desigualdad, reconocemos de alguna manera que la “torta” ya es bastante grande —basta mirar los indicadores de riqueza de Chile— pero que hay un problema en la distribución. Bajo este entendimiento, podemos comprender por qué la respuesta de las políticas tradicionales —la necesidad urgente de generar “más” como solución al descontento— es insuficiente. Un camino alternativo puede ser pensar en nuevas formas de (pre)distribución de lo que (re)producimos colectivamente. Ésta sería una propuesta para cambiar los criterios de valor en los que se basa la sociedad y las políticas sociales.

 

En esta sociedad hipotética, se valorarían actividades tales como el cuidado de niños y niñas, el desarrollo de actividades artísticas y de ocio, o la educación en sus variables formales e informales. Todas estas cosas son actualmente valoradas, pero no “valorizadas”. Es decir, muchas de estas actividades suceden en los márgenes de la sociedad sin recibir pago alguno; a pesar de que probablemente encontraríamos acuerdo en que ellas son buenas y deseables. Muchas de las personas que hacen estas labores tienen que depender, total o parcialmente, de alguien que tenga un trabajo remunerado para su supervivencia.

 

Para avanzar a esta sociedad imaginaria, podemos preguntarnos entonces: ¿Cómo hacer para que estas actividades de cuidado sean valorizadas (monetariamente), y no sólo valoradas? ¿Cómo liberarnos de las trabas burocráticas que miden, evalúan, y limitan toda transferencia monetaria fuera del trabajo? Esta última pregunta es fundamental. Si bien estas mencionadas tareas aparecen en algunos programas sociales ya existentes, el funcionamiento burocrático de los mismos lleva a que se generen consecuencias indeseadas y se termine reforzando una lógica productivista. Es decir, se apunta a la promoción del cuidado en tanto medio para estimular una mayor productividad de la unidad familiar. Por ejemplo, en el caso de Chile Solidario, el trabajo de cuidado de la madre en su rol de velar por la salud y educación de sus hijas e hijos llevan a una práctica sexuada de la asistencia y manejo de la vulnerabilidad familiar (Rojas Lasch, 2014) en la cual distintos aspectos de la realidad dentro del hogar se acomodan o borran para ajustarse a los requerimientos e imaginarios del programa. Literatura comparada de otros programas de transferencia monetaria condicionada en Latinoamérica, muestra que muchas veces los requerimientos administrativos terminan imponiendo más cargas y trabajo a las mujeres, sobre todo en zonas rurales y aisladas (Molyneux, 2006).

 

Más importante, y volviendo a la urgencia que nos pone la movilización social: ¿Cómo avanzar a esta nueva sociedad, una menos precaria y más igualitaria? Sugiero que una Renta Básica Universal (RBU) podría abrir un camino para comenzar a responder estas preguntas. Una RBU es, en pocas palabras, una transferencia regular e incondicionada a todas las habitantes de un territorio, de un monto modesto pero suficiente para cubrir necesidades básicas. Se entrega en dinero, sin necesidad de ser sometido a evaluación alguna. Es personal e inalienable. La renta básica es, hasta ahora, una idea y una propuesta de política social con una larga historia, grupos organizados de apoyo y promoción, y múltiples pilotos, pero todavía sin materialización efectiva en ningún país. La idea de una renta básica, si bien nace como idea en los contextos de Europa y Norteamérica, ha encontrado en las últimas décadas terreno fértil de discusión en distintos contextos; así como varios pilotos de los que ya existe evidencia sistematizada (Raventós, 2015; Standing, 2017).

 

Sin ahondar demasiado en las implicancias de una Renta Básica Universal —de la que existe una amplia literatura— para pensar en qué supondría una RBU en Chile podemos señalar dos principios de justicia que tendrían que respetarse en su implementación, para avanzar significativamente a una sociedad de cuidado. Primero, que signifique un “aumento en el ámbito de la incondicionalidad”. Esto quiere decir que la entrega de una RBU no podría hacerse a costa de la eliminación o privatización de servicios hoy considerados garantizados o universales, gratuitos muchas veces para quienes los usan, como son hoy en Chile la salud y la educación primaria. Esto también quiere decir que, por ejemplo, una RBU es fundamentalmente incompatible con medidas que busquen medir cualquier tipo de retribución (monetaria o no) entre los beneficiarios. Segundo, que la manera en que se financie la política sea progresiva y no deje a “nadie recibiendo menos transferencias estatales” que antes de la implementación. Así, una medida para financiar una renta básica que colecte sus fondos a partir de impuestos regresivos como el IVA, o que se haga a costa de eliminar beneficios como aquellos dados por necesidades especiales o transferencias como la pensión básica solidaria por un monto menor, no cumplirían con este criterio de justicia.[5]

 

Es relevante agregar algunos puntos sobre cómo una renta básica universal podría transitar desde un derecho garantizado hacia una política social. Es decir, una vez aprobada o incorporada a la existente batería de derechos inalienables, el cómo incorporarla en el aparato estatal es una cuestión relevante. La evidencia más cercana para pensar esta pregunta está en el caso de Bolsa Família en Brasil; probablemente la política de transferencia monetaria condicionada más famosa de latinoamérica. Si bien se implementó siguiendo la aprobación a nivel constitucional de una Renda Básica de Cidadanía (renta básica de ciudadanía, es decir, una renta básica universal) el 2004; hasta la fecha se ha mantenido como un programa focalizado, llegando aproximadamente a un cuarto de la población. Una de las críticas a su efectividad ha sido la precariedad de los servicios públicos de salud y educación a los que acceden las beneficiarias, lo que dificultaría la lógica de “inversión social” que supone la política (Jones, 2016). La interacción de estas transferencias con la disponibilidad y calidad de otros servicios básicos nos recuerda que cualquier renta básica, para ser significativa en su implementación, depende y es parte de un entramado de sistemas públicos de los que no se puede desentender. Cualquier implementación de la misma tiene que tener esto en mente para lograr una articulación efectiva. La lógica de “partir por quienes más lo necesitan” ha sido el principio rector en el caso brasileño, sin embargo, el avance efectivo hacia la universalidad ha quedado trunco. Fundamentalmente, y volviendo a las disputas de valor, lo que la RBU subvierte es el principio bajo el que el dinero es producido y circulado, así como el rol que el estado juega en estos procesos.

 

En el Chile actual, el dinero se obtiene por vía de una cierta forma de trabajo —empleo dependiente o autoempleo— o recibiendo subsidios que usualmente requieren demostrar que uno no puede acceder a esta forma de empleo. Quienes reciben subsidios por parte del estado, por ejemplo, durante la edad post jubilación, dependen del dinero que se asigna al llamado grupo “activo” de la población (la “clase trabajadora”), creando nuevamente un juicio moral sobre quién es una “carga” para la sociedad y quién no. Con una RBU, todos estos criterios estarían abiertos a un momento creativo de resignificación.

  1. Imaginando una sociedad basada en el cuidado

Imaginemos con más detenimiento esta sociedad de cuidados, en la que todas las personas cuentan con un piso mínimo de ingreso en dinero para cubrir sus necesidades básicas. Imaginemos quizás una RBU similar al actual sueldo mínimo (301.000 pesos chilenos el 2019). Como una primera consecuencia, tanto la pobreza como la inseguridad económica disminuirían. A la vez, quienes quieren más tiempo para dedicarse a cuidar a otros, estudiar, u otras actividades algunas horas de la semana, tendrían una ventaja para hacerlo.

 

Imaginemos las consecuencias económicas. Podríamos esperar, por ejemplo, lo que la literatura de renta básica llama “la capacidad de decir no” (Widerquist, 2013). Es decir, las personas podrían decir que no a trabajos explotadores o degradantes que muchas veces se toman en la desesperación de conseguir un ingreso. Evitaríamos las problemáticas trampas de desempleo, tan presentes en políticas de transferencias condicionadas, ya que el ingreso no sería circunstancial a cumplir con ciertos requisitos que demuestren que se tiene “necesidad” de la RBU. Disminuirían las trabas burocráticas del estado, tan preocupadas de evaluar y justificar quién “merece” o no recibir transferencias. Diferentes pilotos de RBU entregan evidencia precisamente de estos resultados. En India, por ejemplo, durante la implementación de un piloto las beneficiarias y beneficiarios invirtieron en insumos para el cultivo de sus propios campos, escapando de prestamistas de los que usualmente dependían, y pudiendo evitar tomar empleos temporales abusivos. También reportaron haber aumentado el consumo de comida nutritiva (como legumbres y verduras) en vez de depender de las raciones entregadas por el gobierno, muchas veces de mala calidad o adulteradas (Davala et al., 2015).

 

Con personas más liberadas de la precariedad económica, podríamos tener los trabajos que son necesarios para la sociedad y valiosos para los que los hacen, evitando el fenómeno de los “trabajos de mierda” (Graeber, 2018a). Podríamos alivianar el argumento de quienes se oponen al término o reducción de actividades dañinas para el medio ambiente porque “dan trabajo”. Tener una renta básica asegurada como derecho, podría ser clave para pensar en la transición ecológica, tan urgente y necesaria, ya que nos permitiría bajar el ritmo de la economía para dejar de generar lo que no nos hace falta, pero que muchas veces sirve para mantener puestos de trabajo.

Sobre todo, imaginemos las consecuencias políticas: una RBU podría ser un catalizador para formar relaciones entre personas más libres. Basar una sociedad en el derecho al cuidado es incrementar la libertad, si entendemos los cuidados como cualquier acción que contribuya a mantener o aumentar la libertad de otra persona (Graeber, 2018b). Recuperar esta noción de libertad desde el reconocimiento de la mutua dependencia y la imposibilidad del sujeto-mónada del imaginario neoliberal, sería un cambio radical de perspectiva para la política social. El principio de integración social podría transitar a estar basado en una valoración incondicional de todas y todos, que tiene como contraparte una valorización (monetaria) equitativa y universal.

 

La libertad y la seguridad económica que vienen de la RBU también se relaciona con la dignidad, tan mencionada en la protesta social reciente. Por una parte, podría mejorar las perspectivas de sustento material al largo plazo, ayudando a eliminar las situaciones más desesperadas que se viven por falta de dinero. Por otra parte, también podría subsanar la denigración moral que muchas veces se vive en el proceso de convertirse en “merecedor” de transferencias no ligadas al trabajo. Estudios etnográficos del estado y sus prácticas burocráticas destacan el profundo impacto que esta forma de relación tiene en la subjetividad. Auyero (2012) por ejemplo, habla de la espera como aspecto fundamental de la subordinación política de los pobres que buscan acceder a beneficios estatales en Argentina. El mismo informe “Desiguales”(PNUD, 2017) habla del hacer esperar como una afrenta a la dignidad, sobre todo porque se sabe que teniendo dinero uno no tendría que esperar.

 

La incondicionalidad de la RBU como liberación de la espera y de la apelación al criterio burocrático sobre el merecimiento o no de beneficios podría también atender a la demanda por una igualdad mínima en el trato. Nuevamente, la experiencia de los beneficiarios de pilotos de RBU muestra una experiencia en esta línea: en el caso del interrumpido piloto de Toronto, en Canadá, participantes refirieron explícitamente a un sentimiento de haber recuperado su dignidad mientras participaban en el piloto, y temían tener que volver a los sistemas tradicionales de beneficios sociales (Hamilton y Mulvale, 2019).

 

La RBU tiene todavía muchas interrogantes que resolver antes de materializarse como política social en Chile. La pregunta por ¿de dónde vendrá el dinero?, una pregunta que típicamente se hace a propuestas de renta básica, nos devuelve al punto de partida de la escasez que planteé en la sección anterior. La implementación de una RBU traería desafíos inéditos a la política fiscal y monetaria, pero no es por definición imposible. Más allá de sus distintas posibilidades de implementación, sería una buena oportunidad para que nos preguntemos cómo una RBU podría redefinir lo que el dinero es, y anticiparnos a cómo sería una sociedad en la que el dinero no esté completamente acoplado al empleo remunerado. El dinero y su redistribución, en este ejercicio imaginativo, se vuelve evidentemente un medio para el fin último del cuidado. La recuperación del cuidado como un valor no puesto al servicio del productivismo y el intercambio mercantil, sino como un fin en sí mismo, es precisamente el potencial transformador de una RBU.

 

La posibilidad de trasladar las nociones de valor desde la figura del trabajador a las prácticas no cuantificables del cuidado y el disfrute de la libertad como fin en sí mismo, también toca delicados puntos ideológicos que hicieron avanzar las demandas populares durante el siglo veinte. Luego de un período de neoliberalización o financiarización —iniciado globalmente en los años 70— en el que la retribución sobre el empleo versus sobre el capital se vio dramáticamente desviada en favor del segundo elemento, el recuperar el derecho del trabajador -a una mayor parte de la riqueza que genera- ha sido una importante forma de articular las peticiones por justicia social. Una RBU podría catalizar una conciliación de estas demandas heredadas del siglo pasado, con las nuevas subjetividades que se han ido delineando en esta última ola de protestas. Sugiero que la articulación de la protesta en torno a experiencias compartidas de precariedad y descuido principalmente sistemas de salud y pensiones insuficientes— y no a demandas gremiales o “de clase” apunta a la necesidad de tal conciliación.

 

Hacer espacio para las prácticas de cuidado tiene que ver con permitir a las personas perseguir aquellas prácticas que consideran “valiosas” y no dedicar gran parte de su tiempo a perseguir el dinero como una forma simbólica de “valor”.[6] Es decir, reconocer la legitimidad de distintos proyectos de vida en sí mismos; desligados a una obligación prioritaria de participar de o aspirar a la acumulación de capital como punto de partida.

 

Al mismo tiempo, tenemos evidencias claras de que las tecnologías han reemplazado, y seguirán reemplazando, muchas de las tareas más repetitivas y rutinarias que crearon puestos de trabajo en el siglo pasado (Centre for the New Economy and Society, 2018). No obstante, son precisamente las prácticas de cuidado las que apreciamos sean hechas por seres humanos, y son menos susceptibles de ser automatizadas. La posibilidad de ser parte de relaciones de cuidado tiene una profunda dimensión ética y política, más allá de los momentos de vulnerabilidad evidente como son la niñez, la vejez o la enfermedad (Held, 2006). Es más, el discurso sobre el cuidado como algo necesario sólo en ciertas fases o momentos de nuestra vida oscurece una vez más que todas las personas requerimos de cuidados cotidianos —tanto dentro como fuera del hogar— para nuestras rutinas más elementales. Pensemos por ejemplo en el trabajo del personal de Metro, o en quienes mantienen el aseo de los recintos que frecuentamos. Estos son trabajos de cuidado en tanto nos permiten desarrollar nuestros días con libertad y sin contratiempos. Y son estas profesiones, paradójicamente, las más usualmente relegadas y desvalorizadas en su remuneración económica (Graeber, 2018a). Todas somos, de distintas maneras, dependientes de otras personas.

 

Por último, una RBU tendría probablemente efectos positivos particularmente para las mujeres, históricamente cargadas con una desproporcionada parte del trabajo del cuidado, que permanece invisibilizado y dado por sentado. Una consecuencia de la RBU podría ser redistribuir el trabajo de cuidado más equitativamente entre todos los géneros, saliendo del modelo androcéntrico del hombre “que sale a ganarse el pan” (breadwinner) (Torry et al., 2019). Sería una posibilidad para avanzar lo que Nancy Fraser llama la figura de la cuidadora universal (universal caregiver) como modelo del sistema de bienestar (Fraser en Zelleke, 2008). En este modelo, el cuidado deja de estar marginalizado y subordinado al trabajo remunerado productivo como categoría primaria y central.

  1. Conclusiones

En este artículo he explorado los límites de la forma de integración social a través del empleo remunerado que guió el imaginario político durante el siglo veinte. Planteé que la coyuntura histórica de la protesta social que emergió en Chile en octubre de 2019, permite desentrañar las disputas de valor que subyacen a los problemas de la desigualdad y la precariedad en la sociedad chilena. Apelando a las nociones de dignidad y cuidado, sugerí que una RBU podría ser una política relevante para el proceso constituyente que ya se ha abierto y se proyecta a ir mucho más allá del contenido de la constitución misma. Una RBU, con su incondicionalidad, podría aportar a crear una sociedad más libre.

Cabe señalar que la crítica a la centralidad del empleo remunerado como forma arquetípica del trabajo que he presentado no significa proponer que los problemas asociados a éste, como bajos salarios, casualización, etc. hayan sido superados. El paradigma del cuidado es inclusivo de estas y otras demandas históricas, pero las sitúa a la par con un reordenamiento social mayor que se hace cada vez más urgente y necesario. En el corazón de mi argumento está la idea de que es posible transitar a una sociedad en la que las personas no sean consideradas medios para la construcción de la economía —y su constante crecimiento— como el proyecto colectivo más importante. Me baso en la idea de que, cuando se cuida de las personas pensando en su inserción en la economía formal, se deja de lado la posibilidad de transformaciones más profundas. El tránsito a una economía del cuidado puede permitir que cada una de nosotras merezcamos dedicarnos a lo que consideramos valiosos, sin ser subyugadas a las necesidades de ganancia del capital.

En suma, sugiero que cuando en la calle se pide dignidad, se está pidiendo cuidado. Si las imágenes más dolorosas de los últimos meses han sido los carteles de pensionadas y pensionados contando cómo luego de una vida de trabajo tienen jubilaciones de hambre; las educadoras de párvulos siendo reprimidas durante sus protestas; y trabajadoras de la salud desesperados por la falta de recursos en sus lugares de trabajo; podemos reconocer en la protesta un llamado a un cuidado “incondicional”.

Muchas de las personas hoy jubiladas en Chile tuvieron trabajos precarios (informales) o no remunerados (de cuidados) que nuestro sistema económico no puede contabilizar. Un intento por contabilizar estas otras formas de trabajo, podría parecer un paso en la dirección correcta, pero dejaría pasar la oportunidad de salir de la racionalidad burocrática que tanto ha determinado las relaciones entre el estado y las personas que participan de él. Esa coerción parece haber cruzado un límite de tolerancia. Desligar —al menos parcialmente— el ingreso del trabajo y volver una forma de ingreso básico un derecho podría cambiar tanto la naturaleza de nuestras relaciones sociales como del dinero mismo.

La RBU es una opción relevante para el debate, en tanto puede encaminarnos a imaginar una sociedad centrada en el cuidado y avanzar hacia la superación de la sociedad capitalista. El momento constituyente que se ha abierto en Chile es el momento ideal para comenzar esta conversación. Una constitución que marque los límites de la política social con las mismas herramientas conceptuales y económicas del siglo pasado estaría dejando pasar una oportunidad histórica de re-definir los términos de nuestra vida colectiva para tener, efectivamente, una vida más digna.

 

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[1] Gabriela Cabaña. Socióloga, estudiante de doctorado en antropología en la London School of Economics and Political Science. Correo electrónico g.r.cabana-alvear@lse.ac.uk 

[2] https://www.revistatrama.cl/dignidad-es-ciudado

[3] Esta manifestación fue parte de una serie de otras protestas sociales contemporáneas, desde trabajadoras de la salud a protestas por justicia ambiental, y otras movilizaciones lideradas por estudiantes secundarias; muchas de ellas apuntando a la situación crítica de varios servicios públicos.

[4] La reciente aprobación de la ley de 40 horas semanales en el congreso, también da luces de la renovada importancia de esta demanda.

[5] Para una síntesis y comparación de distintas versiones de renta básica y propuestas de políticas similares véase Van Parijs (2004).

[6] Gracias a Carolina Pérez por esta idea, desarrollada para una presentación conjunta en el decimonoveno Congreso Mundial de Renta Básica (Hyderabad, India) en agosto de 2019.