EL PODER DE LA INTERVENCIÓN EN PERSPECTIVA SISTÉMICA

The power of intervention in a systemic perspective

 

 

Aldo Mascareño[1]

Recibido: 18/12/19

Aceptado: 21/01/20

 

Resumen

Las crisis sociales generales se caracterizan por la producción de bloqueos (lock in) conductuales en los sistemas sociales que impiden la adaptación sistémica al entorno. Esta fase de incubación da paso a una fase explosiva de propagación de crisis, o transición crítica, en la que se descompone la estructura de expectativas sistémicas. A partir de ahí se da paso a una fase de recomposición que bifurca el sistema entre posibilidades democrático-igualitarias y jerárquicas. Sobre la base de reflexiones sistémicas y por medio del análisis conceptual de procesos de crisis, este artículo argumenta que en cada uno de estos momentos la intervención tiene el poder de orientar el proceso social hacia objetivos distintos. El poder de la intervención en perspectiva sistémica es, por tanto, el poder de orientar la sociedad desde adentro, como un agente participante del mismo proceso de crisis, de la descomposición y recomposición por la que transita el sistema social.

 

Palabras clave

Intervención, poder, sistema, crisis, compromisos de valor, reflexividad

 

Abstract

General social crises are characterized by bringing about behavioral lock in mechanisms in social systems that prevent the system from adapting to the environment. This incubation phase leads to an explosive phase of crisis propagation, or critical transition, in which the systemic structure of expectations becomes decomposed. From this point onwards, a new phase of recomposition of systemic relations opens up, thereby bifurcating the system between democratic-egalitarian and hierarchical possibilities. Drawing on systemic reflections and by means of the conceptual analysis of crisis processes, this article argues that in each of these moments the intervention has the power to orient social process towards diverging aims. The power of intervention in systemic perspective is, indeed, the power to orient society from the inside, as a participant agent of the crisis process, of the decomposition and recomposition that the social system follows.

 

Keywords

Intervention, power, system, crisis, value commitments, reflectivity

 

Cómo citar

Mascareño, A. (2019). El poder de la intervención en perspectiva sistémica. Intervención, 9(2), 77-101.

 

 

 

1.   Introducción

 

En su acepción más común, intervenir supone una acción orientada a cambiar un estado de situación o las condiciones que la producen. Se trata de “inter-venir”, es decir, de actuar en medio de una situación en la cual se juzga que el que interviene no es parte. Está aparte; en el entorno del sistema, y por ello no es responsable de la situación crítica producida y tiene la legitimidad para transformarla, cambiarla, redirigirla u orientarla. Intervenir se comprende entonces como un acto de un agente que no ha participado en la producción de la situación crítica, pero al cual se le atribuye el poder de mejorar el estado de cosas: sin intervención el mundo seguiría como está; con intervención todo sería mejor. La intervención, por tanto, sea terapéutica, contextual, polifónica, comunitaria, política o discursiva (Willke, 1995; 2014, Matus, 2002; Muñoz, 2011; Saavedra, 2015; Azócar 2018), presupone poder. Se lo use o no, a la intervención se le concede un poder que tendría una capacidad restauradora que atacaría la “patología” o el estado de cosas crítico, para que de la intervención surja una “nueva normalidad” y se recompongan las relaciones sociales, en el caso ideal, para mejor.

 

Todo ello, sin embargo, tiene el funcionamiento de los sistemas como presupuesto fundamental. Por un lado, el interventor tiene que entenderse como sistema (sujeto, actor, organización, gobierno) en un mundo de sistemas similares. Por otro, hay que presuponer un mínimo ordenamiento en el mundo sobre el cual se puedan asentar expectativas ante las que se interviene. La pregunta es cuál es el poder de la intervención cuando no hay sistema, o cuando este entra en una fase de descomposición como es una “transición crítica” (Scheffer, 2009) o una crisis. Transición crítica es el momento en procesos generales de crisis en el que se desarticula el ordenamiento estabilizado del sistema y se transita a otro cuyo resultado no se conoce, o más bien, se vislumbran distintos escenarios de futuro competitivos, generalmente antagónicos o al menos no compatibles entre sí. La crisis financiera de 1929 o la de 2008 son fases de transición crítica, por ejemplo; también lo es el fin del bloque soviético en 1989, o el golpe de Estado en Chile en 1973, o la más reciente crisis de octubre de 2019. En una escala menor, también los quiebres de empresas, las crisis familiares, los desastres naturales (terremotos, contaminaciones súbitas por residuos tóxicos, cambios climáticos repentinos) constituyen transiciones críticas en las cuales las relaciones sociales dinámicamente estables se descomponen súbitamente, abren paso a una fase de desestructuración del régimen de funcionamiento (precisamente la transición crítica), desde la que finalmente comienza a organizarse un nuevo régimen de relativa estabilidad distinto al anterior (Mascareño, Goles y Ruz, 2016).

 

En este artículo argumento que la transición crítica demanda intervención, pero esa intervención: a) se realiza en un landscape de descomposición sistémica en el cual hay situaciones y expectativas contradictorias, profundamente inestables que producen múltiples e incontrolables paradojas. Por lo que la intervención, más que orientar hacia una finalidad, se tiene que dirigir a la recomposición del orden social, es decir, a la recomposición de las condiciones básicas de comunicación sistémica; b) en estos casos, la intervención no puede entenderse bajo una distinción de sujeto y objeto como si el interventor fuese un agente externo que, al intervenir, mantiene su externalidad y, por lo tanto, puede entrar y salir sin ensuciarse las manos. Puesto que el interventor se hace parte del sistema que interviene, este queda sujeto a las relaciones de poder que existen en el sistema. Al interventor se le puede atribuir un poder especial, del tipo deus ex machina, pero una vez en el sistema la intervención pierde su aura divina y el interventor tiene que contar con demasiadas capacidades para ejercer la intervención sin ser arrojado de esquina a esquina por el caos de poder en el sistema. Y c) el poder de la intervención no es así una precondición, por más que el sistema intervenido (interacción, grupo, organización, comunidad, sociedad) le atribuya poder a la intervención; es más bien una variable que hay que saber aplicar de modo adaptativo para que los resultados sean más cercanos (antes que más lejanos, o completamente contrarios) a la expectativa.

 

Para desplegar este argumento, parto por una contextualización de lo que entiendo por intervención. Luego abordo el concepto de transición crítica en relación a la intervención. Continúo con el problema del poder entendido como medio al que se enfrenta la intervención en una situación crítica, para luego explorar cómo la intervención debe manejar el poder en condiciones de este tipo. Finalmente desarrollo algunas conclusiones.

 

2.   Evolución, intervención y normatividad

 

En un sentido altamente abstracto es posible distinguir entre evolución e intervención. En el primer caso, se trata del procesamiento de la unidad entre variación, selección y reestabilización de estructuras (Luhmann, 2007); en el segundo, se trata de diferenciar entre afirmación y negación de un cierto estado de cosas (Willke,1996): la afirmación regularmente conduce a la aceptación del estado de cosas, por tanto, a una operación morfoestática; la negación conduce a una operación morfogenética que busca transformar el estado de cosas (Archer, 2009). Es decir, tanto en la morfoestásis como en la morfogénesis puede tener lugar la intervención. La diferencia con la evolución es que en la intervención es una racionalidad sistémica la que procesa la información y toma la opción entre afirmación o negación; mientras que en la evolución hay un mecanismo temporal que define qué rasgo es seleccionado y reestabilizado. Dicho de otro modo, en la evolución no hay finalidad, en la intervención sí: la intervención puede ser hecha para mantener determinadas estructuras o para transformarlas.

 

Se puede diferenciar también entre evolución biológica y social; la intervención, puesto que presenta una finalidad, es paradigmáticamente social. Por cierto, se pueden intervenir cuerpos o el ambiente físico-natural, pero el proceso que se pone en marcha para realizar tales intervenciones es de origen social (medicina, tecnología, economía). La finalidad la define el sistema social de acuerdo a sus propias selecciones: curación de enfermedades, preservación del medioambiente, transformación de la naturaleza mediante experimentos, o también transformación o preservación de estructuras sociales. En este último caso, estamos frente a una intervención social de la sociedad. Igualmente, hay que tener en consideración, que la intervención social de cuerpos o del medioambiente físico-naturales también altera las condiciones sociales que están acopladas a los continuos de materialidad que comprenden los cuerpos o el entorno físico-natural. La intervención genética de alimentos, por ejemplo, también transforma condiciones socioeconómicas y los patrones de salud pública de la sociedad en general. Esto igualmente requiere de decisiones políticas para impulsar la intervención y, especialmente, para regular sus consecuencias.

 

Si la intervención en general, y la intervención social de la sociedad en particular, suponen una finalidad, esa finalidad tiene que venir respaldada por justificaciones de tipo cognitivo o normativo (Luhmann, 1987). En la práctica de la intervención, esta distinción no es excluyente, es decir, no hay una intervención puramente cognitiva o puramente normativa. Puede predominar una de estas dimensiones, pero ambas tienen lugar en cualquier tipo de intervención social. Predominantemente cognitiva, es la intervención que establece sus finalidades de acuerdo a un discurso que hace referencia a la verdad científica; predominantemente normativa, es la intervención que basa sus finalidades en compromisos de valor, sean estos de orientación universalista (como generalmente en la medicina) o particularista (como generalmente en situaciones de conflicto). Ya solo por el hecho de que la intervención cognitiva supone referencia a la verdad científica, se establece un compromiso de valor que eleva esa verdad por sobre otras consideraciones (religiosas, políticas, socioeconómicas). Del mismo modo, una intervención normativa no puede llevarse a cabo sin algún registro cognitivo de las condiciones sociales de la intervención y de sus posibilidades de logro. Incluso si la intervención normativa se realiza “contra toda probabilidad de éxito”, se debe “saber” (registro cognitivo) que esto es así.

 

Que, mediante los compromisos de valor, la intervención adquiera una tonalidad normativa, no debe mover a pensar que ella siempre adopta el estatus de una ‘buena intervención’. Puesto que los compromisos de valor tienen un carácter polemógeno (Sloterdijk, 2018), la intervención muestra siempre algún nivel de controversia. Esta disputa puede ir desde la selección de los sujetos de intervención (¿por qué unos sí y otros no?), hasta controversias mayores como las políticas de segregación étnica o racial. Generalmente, esta controversia adquiere la forma de un antagonismo entre una intervención normativa; fundada sobre valores universalistas (justicia, por ejemplo) y, una intervención normativa; sustentada sobre valores particularistas (nación, por ejemplo). La intervención humanitaria es un caso de la primera; sin emitir un juicio sobre las razones del conflicto, su preocupación central es la protección de seres humanos. La expulsión de inmigrantes es un caso de la segunda: sin importar las razones de la inmigración ni la condición de las personas, los sujetos son expulsados por no pertenecer a la unidad del Estado-nación. Por supuesto en ambos casos se puede “contraintervenir”; las partes en conflicto en la intervención humanitaria pueden limitar u obstaculizar la acción de los interventores en base a valores particularistas. Y del mismo modo, se puede buscar detener la expulsión de inmigrantes sobre la base de valores universalistas como los derechos humanos. En otros términos, la intervención puede ser intervenida.

 

Pero más allá de las posibilidades de contraintervención en cualquier contexto social, la intervención normativa, sea universalista o particularista, está sujeta a sus propias paradojas. Una intervención política de reconocimiento étnico para reparar injusticias históricas con pueblos indígenas, puede concluir multiplicando el número de personas que se reconocen como indígenas, solo con el fin de obtener los beneficios instrumentales de la política (Costa 2012). De modo análogo, las exigencias particularistas de distintos grupos o movimientos sociales pueden converger en valores universalistas abstractos que simbólicamente unen lo disímil y universalizan las demandas (Brunkhorst 2014). Es decir, como cualquier sistema complejo, la intervención social nunca es unívoca o unidimensional. Es decir, la intervención no solo puede ser intervenida, sino que también se interviene a sí misma.

 

En este sentido, se tiene que abandonar la visión según la cual existe una ecuación inmediata entre ‘buena intervención’ y valores universalistas; como entre ‘intervención indeseable’ y valores particularistas. En primer lugar, en cada caso hay motivaciones normativas respecto de las cuales solo se puede establecer una jerarquía si se adopta otra posición normativa para la cual cuenta lo mismo. No hay norma última. El problema se desplaza, pero no se resuelve; la paradoja se oculta. En segundo lugar, precisamente para desparadojizar la dimensión normativa de la intervención (sin que ello suponga la desparadojización plena), la fundamentación cognitiva gana en relevancia: no solo bastan las buenas intenciones o ‘querer hacerlo bien’; también hay que procesar datos, establecer mecanismos, elaborar escenarios, anticipar problemas, e improvisar con base en la memoria, cuando la complejidad se comporta de modos no previsibles. Todo esto supone una alta capacidad cognitiva, capacidad que puede hacer la diferencia entre el éxito o fracaso de una intervención u otra –independiente de cuáles sean los valores que sustenten las orientaciones normativas de cada una. En tercer lugar, finalmente, si la intervención puede ser intervenida por otra intervención con signo normativo distinto, y si, además, la intervención se interviene a sí misma a través de paradojas normativas, entonces también se tiene que abandonar la idea de que la intervención se pueda ‘controlar’ normativamente. Cualquiera sea el compromiso de valor que la sustente, este no alcanza para corregir las ‘desviaciones normativas’ que tienen lugar en dinámicas sociales complejas. No solo siempre hay un compromiso de valor distinto que justifica una acción o decisión atípica, sino que también la propia realización del compromiso de valor está sujeta a la acción y la comunicación, y con ello, sujeta a la complejidad del mundo. Evidentemente, el interventor puede seguir confiando en que tendrá el control normativo de la intervención; al menos hasta que la transición crítica le haga evidente los límites de esta confianza.

 

3.   La transición crítica y la demanda por intervención[2]

 

La teoría de las transiciones críticas es tributaria de la teoría de las catástrofes de René Thom (1975). Ha sido desarrollada experimentalmente teniendo en consideración los más recientes avances teóricos y tecnológicos en matemáticas, computarización, ecología y otras disciplinas. La constatación inicial es simple y ha sido claramente expresada por Marten Scheffer, uno de los principales exponentes de esta teoría: “sistemas complejos, desde el clima hasta los ecosistemas y la sociedad, pueden perder lentamente resiliencia hasta que una perturbación menor los puede empujar sobre un punto de inflexión” (Scheffer, 2009: 2). En este caso, la resiliencia tiene que ser entendida como la capacidad del sistema de recuperarse luego de una turbulencia y puede ser reconocida intuitivamente como un basin of attraction en el que la pendiente representa la dinámica del sistema sobre el que un atractor oscila (Azócar 2018) (ver Fig. 1a y 1b).

 

El atractor no es ciertamente un punto de equilibrio o algo similar, sino una modalidad de operación. En el caso de la naturaleza, por ejemplo, un atractor es un rango de temperatura en el clima sobre el cual puede haber variaciones, pero que en el mediano plazo se mantiene, o también una dinámica trófica en un ecosistema que permanece oscilando dentro de ciertos parámetros. En el caso de la sociedad, ejemplos pueden ser un patrón conductual grupal, una dinámica social institucionalizada, una articulación recurrente de red, una forma relativamente establecida de hacer las cosas. La cuestión es que tanto en la naturaleza como en la sociedad los atractores no operan aisladamente unos de otros. Empíricamente siempre hay varios atractores gravitando en un determinado entorno (o landscape). En este sentido, “una transición crítica tiene lugar cuando un sistema cambia de un atractor a otro” (Scheffer, 2009: 14) (ver Fig. 1c).

 

Figura 1. Resiliencia y transición crítica

 

Fuentes: Scheffer et al. 2001; Scheffer, 2009; Scheffer et al. 2012; Scheffer, 2016; van de Leemput et al., 2018

 

La relación de atractores con su landscape (con otros estados alternativos) puede acontecer de distintas maneras. Estilizadamente, la relación puede ser fluida. En ella el sistema logra procesar las variaciones de su entorno gracias a su metaestabilidad (es decir, gracias a su capacidad adaptativa y suficiente variabilidad estructural) (Fig. 2a). En otros casos, el sistema es más bien insensible a las perturbaciones de su entorno hasta un cierto umbral crítico, luego del cual acontece una transición rápida hacia otro estado (Fig. 2b). En el tercer caso, el sistema puede desarrollar equilibrios alternativos y oscilar entre ellos de manera recurrente, aunque no periódica. En estos casos, la transición puede ser mucho más violenta que en 2b pues la curva se encuentra plegada sobre sí misma (Fig. 2c).

Figura 2. Atractores en landscape

 

 

Fuentes: Scheffer et al. 2001; Scheffer, 2009; Scheffer et al. 2012; Scheffer, 2016; van de Leemput et al., 2018

 

A los casos 2b y 2c se les puede denominar propiamente transición crítica. En ellos acontece un cambio de régimen que envuelve al landscape en su totalidad (sistema y entorno). Mientras en 2b (también en Fig. 1c) el sistema tiende a permanecer en su régimen alternativo, en 2c oscila entre ambos.

 

El caso 2b, por ejemplo, puede representar un quiebre familiar, la disolución de una organización, un golpe de Estado exitoso, el colapso de una sociedad antigua. El caso 2c, en tanto, puede hacer referencia a situaciones sociales que son mucho más recurrentes cuando la complejidad (multiplicación e interconectividad de atractores) aumenta. Por ejemplo, la oscilación de ciertos grupos en torno a los niveles de pobreza, la volatilidad electoral en varias sociedades contemporáneas, la sucesión de grupos que toman el poder de manera violenta en otras, las oscilaciones de los mercados financieros a nivel global y por supuesto sus grandes crisis, las variaciones en los temas de demanda de los movimientos sociales actuales, la competencia entre Estado de derecho y poderes particulares agrupados en torno al narcotráfico, la guerrilla, el crimen organizado. En todas estas situaciones (y otras), los cambios que tienen lugar son más bien rápidos y conducen de un régimen a otro; el sistema no puede transitar fluidamente desde F1 a F2 o viceversa; salta de uno a otro. En la literatura de sistemas complejos a estos momentos se les denomina de modos distintos pero equivalentes: bifurcation point (Sternberg, 2013), saddle node bifurcation (Shivamoggi, 2014), critical threshold (Scheffer, 2009), tipping point (Gladwell, 2002).

 

En las cercanías del umbral crítico el sistema pierde resiliencia, se hace cada vez más frágil y sensible a cambios estocásticos: una pequeña perturbación puede conducirlos a la transición crítica (Fig. 1c y 2c), la evasión en el metro de Santiago, por ejemplo, en la semana previa al 18 de octubre. En estos casos la histéresis del sistema –esto es, la dependencia del sistema de su memoria o su historia– juega un rol relevante. A mayor histéresis, la tendencia a regresar al régimen anterior es mayor (Scheffer et al., 2001). En ocasiones esto no podrá ser posible de manera rápida, sino solo en el largo o mediano plazo (por ejemplo, el retorno a la democracia después de un golpe de Estado exitoso), pero en otras, la oscilación entre regímenes puede ser una situación recurrente (por ejemplo, las variaciones en mercados financieros, las oscilaciones en los temas que dominan la esfera pública, la volatilidad en la formación de opinión en Twitter, la movilidad alta en los flujos migratorios en períodos particulares, o la inestabilidad en las constelaciones de alianza en política nacional e internacional).

 

Los cambios de régimen en un landscape pueden acontecer tanto por la competencia de atractores como también –y principalmente– por las condiciones de operación interna del propio sistema propenso a una transición crítica –cuestión que la autopoiesis luhmanniana hace más difícil de visualizar (Mascareño 2018). A esta operación interna del sistema que puede conducir a una transición crítica se le conoce como mecanismo de lock in.

 

Este mecanismo parece tener un comportamiento universal en sistemas complejos. A nivel celular conduce, por ejemplo, a la formación de funciones mayores por medio de un feedback positivo que refuerza y amplifica la trayectoria elegida, o incluso puede llevar a la muerte programada de células (apoptosis), por ejemplo, para la separación de los dedos en el embrión humano. A nivel de individuos, el mecanismo de lock in puede conducir a estados depresivos o al cambio entre regímenes alternativos en escenarios maníaco-depresivos; también la interpretación de imágenes, de situaciones sociales o la recurrencia de patrones conductuales ilustran el mecanismo en el plano individual (Scheffer y Westley, 2007). Y a nivel social, los ejemplos pueden multiplicarse: las decisiones de inversión; que no rinden lo esperado y se deben mantener porque el costo de abandonarlas es mayor, la perseverancia con un candidato político; que no remonta en las encuestas porque el tiempo hasta las elecciones no permite una nueva campaña, la mantención dogmática de opiniones a pesar de las evidencias en contrario, el apego a determinadas semánticas normalizadas que pierden correlato estructural, la adhesión a conductas discriminatorias a pesar de cambios legislativos, la adaptación acrítica a formas de comportamiento grupal evidentemente contrarias a normas de civilidad, la monetarización de servicios sociales como en Chile, o la politización social generalizada, como en el caso de Venezuela.

 

Estos mecanismos de lock in han sido denominados de diversos modos en distintas disciplinas. En la teoría tradicional de sistemas se les llamó feedback loop (von Foerster, 1949), en teoría económica se habla de sunk-cost effects (Sutton, 2007), en investigaciones biológicas y psicológicas se les reconoce como el Concorde effect (Dawkins y Carlisle, 1976; Arkes y Ayton, 1999). La clave de este mecanismo es bien sintetizada por Scheffer: “Este mecanismo de lock in causado por una aparente adherencia autorreforzada a un modo de conducta tiende a promover inercia, una falta de responsividad a cambios en el entorno” (Scheffer, 2009: 245). En las situaciones en las que este mecanismo se despliega, el cambio en el sistema tiende a ser repentino (Fig. 2b y 2c) más que gradual (Fig. 2a); incluso lleva a situaciones de biestabilidad como las graficadas en Fig. 2c. La cuestión es ahora qué puede aprender la intervención de estas consideraciones.

 

 

 

 

4.   Descomposición y recomposición I: intervención social en transiciones críticas

 

Si las crisis en sistemas sociales complejos se caracterizan por la producción de mecanismos de lock in y por un umbral crítico a partir del cual el sistema entra en un proceso de transición crítica, es decir, en una fase de descomposición y recomposición, entonces la intervención social se encuentra en una situación especial. En principio, cualquier intervención social presupone sistema, y si lo hace, debe presuponer también un entorno. Este es el punto cero de cualquier intervención: el sistema interventor tiene que autoidentificarse como agente y tiene que poder delimitar en un landscape al sistema que busca intervenir (Willke 1995, 1996). Pero en condiciones de transición crítica esta posibilidad no existe, precisamente porque la transición crítica supone la caotización del sistema en términos técnicos, es decir, supone que el sistema ha perdido su metaestabilidad y que han aparecido atractores múltiples que tensionan y empujan (o más bien atraen) al sistema de un lado a otro, de una esquina a otra. El sistema tiene varios valles de atracción que lo impulsan en direcciones impredecibles de manera súbita. Esto es justamente un momento de descomposición sistémica.

 

En condiciones previas a la transición crítica (es decir, con anterioridad a la descomposición), la identificación del sistema a intervenir nunca es simple. La dinámica de autonomía e interdependencia con que operan los sistemas sociales, sus zonas de interpenetración, sus acoplamientos estructurales, sus límites difusos al observador (Parsons, 1977; Luhmann, 1995; 1997; 2003, Maturana y Varela, 1994), hacen de esta una tarea crucial para el éxito de la intervención. Además de su posicionamiento normativo, el agente interventor tiene que poder desplegar una “intervención contextual” que distinga en el landscape cuál es el lenguaje especial del sistema que produce efectos que se quieren controlar. Tiene que saber identificar su dinámica de funcionamiento y observación, como también tiene que saber posicionarse en el entorno del sistema a intervenir para incrementar ahí su contingencia de opciones con ofertas de intervención que hagan sentido al sistema (Willke 1996, Mascareño, 2011). Y luego tiene que estar preparado para ser parte del sistema de intervención que él mismo genera y operar “desde adentro”, prácticamente sin distinguir entre sujeto y objeto.

 

En fase de transición crítica, estos desafíos, salvo el último, se desvanecen, pues de lo que se trata en primer lugar, es de intervenir en una situación de descomposición de las relaciones sistémicas que hasta ese momento eran relativamente conocidas y que habían adquirido una estabilidad recurrente. Puesto que la transición crítica es una situación extrema (una crisis financiera, una revolución política, desórdenes públicos sostenidos, una catástrofe socionatural), las condiciones operacionales que mantienen el funcionamiento sistémico se ven interrumpidas. Se pierden las modalidades de coordinación entre sistemas, las interpenetraciones se multiplican exponencialmente y los acoplamientos estructurales pierden su capacidad de otorgar interdependencia y coherencia al todo. La comunicación fluye paralelamente en direcciones contradictorias; algunos lenguajes sistémicos pierden relevancia (se deflacionan) mientras otros la adquieren a niveles insospechados hasta ese momento (inflación). En general, la comunicación se desvía de sus carriles ordinarios, y se producen situaciones de rebalse comunicacional que desdiferencian los límites sistémicos y producen efectos en cascada que aparecen incontrolables para la experiencia común, pues las expectativas que sostienen la vida cotidiana pierden su sustento sistémico e histórico (Walby 2015, Topper y Lagadec, 2013). El presente y el futuro son pura oscilación sin memoria. Este es un contexto, un landscape, radicalmente distinto al momento previo a la transición crítica, al cual no se puede volver. Se trata de un cambio plástico, no elástico, con el cual hay que contar desde ahí en adelante. Es una apertura máxima a la incertidumbre del futuro.

 

Puesto que en la transición crítica el horizonte conocido de la comunicación (de un grupo, de una organización, de uno o más sistemas sociales) se descompone, se pierde el recurso fundamental para dar continuidad a la comunicación: la estructura de expectativas de expectativas (Luhmann, 1987). Con la estructura de expectativas de expectativas, alter puede anticipar lo que ego espera de alter en una situación social cotidiana (“yo sé que tú sabes que yo sé”), y comportarse acorde con esa estructura, siguiendo o no las premisas de conducta ofrecidas por la comunicación. Es decir, abriendo posibilidades de aceptación o rechazo controlado de la comunicación -controlado porque la negación también abre la comunicación a otras estructuras de expectativas de expectativas.

 

Dada la concurrencia de múltiples atractores de la comunicación en la transición crítica, en ella las estructuras de expectativas de expectativas se debilitan al punto que la comunicación no puede fluir de manera acostumbrada. La comunicación se polariza, se interpreta de maneras contradictorias, se entremezclan los medios de comunicación simbólicamente generalizados y los compromisos de valor, el sistema adquiere carácter de conflicto generalizado (nadie hace lo que el otro espera si el otro no hace lo que unos esperan) y se bloquean los canales de interpenetración sistémica y sus formas de acoplamiento estructural (Luhmann, 1995). En la transición crítica, los individuos quedan puestos frente a frente sin respaldos sistémicos que sostengan las estructuras de expectativas de expectativas. En esta situación, cada individuo experimenta al otro como opacidad. Es una “situación cero” de comunicación o de doble contingencia: nadie puede saber por anticipado lo que el otro espera de lo que uno espera, salvo por una real situación de conflicto en la que todos son potenciales antagonistas. Desconfianza interpersonal y sistémica es el valor predominante en tal contexto.

Es aquí donde el “poder de la intervención” adquiere relevancia, pues la intervención debe tener por tarea reconstruir la comunicación. Puesto que en la transición crítica la comunicación está sujeta a atractores múltiples y la estructura de dobles expectativas se ha vuelto difusa, las condiciones de influencia de la comunicación se han perdido.

 

El problema de la intervención es cómo alter puede “influenciar” a ego para moverlo a que acepte la comunicación de alter como premisa de su propia conducta. Con esto la intervención busca desarrollar una doble tarea. Por un lado, contribuye a la reconstrucción de expectativas de expectativas, por otro lado, contribuye a superar la recursión del conflicto. Para esto, sin embargo, el lenguaje no basta, pues deja demasiado abiertas las posibilidades de responder con un sí o con un no a las ofertas de comunicación. Esto no puede ser dejado al azar. Se requiere de un trasfondo que pueda incentivar que la selección de alter se transforme en un motivo para la selección de ego. Esta es la tarea de los medios simbólicos y especialmente del medio poder. Los medios simbólicos (o medios de comunicación simbólicamente generalizados) son constelaciones compactas de sentido que agrupan entendimientos comunes, esquemas de interpretación compartidos y temas determinables (Luhmann, 2007). Puesto que la comunicación en su fase germinal se trata de influencia de un individuo sobre otro y del aprendizaje que produce esta influencia en juegos recursivos, el poder está en una posición privilegiada para reconstruir el tejido básico de la comunicación en una situación de transición crítica generalizada.

 

El poder, en este contexto, no debe ser entendido como dominio en un sentido weberiano, como aplastamiento violento de una insurrección o revolución política, como coerción de acuerdos, o como obligación de reaprender comportamientos cívicos que se han perdido en la transición crítica. Mientras más violencia o coerción se aplique, el poder disminuye:

 

“un presupuesto fundamental del poder es que la incertidumbre permanece en la base de toda selección que realiza todo aquel que activa la comunicación del poder. El poder es mayor si es capaz de mantener abiertas las alternativas en cada una de las partes. Por tanto, el poder aumenta si al mismo tiempo se aumenta la libertad del que ha de quedar sujeto al poder” (Luhmann, 2004: 102).

 

El poder de la intervención no es, por tanto, un ejercicio de control en la descomposición sistémica de la transición crítica; es más bien un ejercicio de recomposición de la contingencia de alternativas de los sistemas. En concreto, el poder de la intervención está en incrementar las formas de participación en un sistema.

Las transiciones críticas en sistemas sociales tienen lugar por la operación del mecanismo de lock in, esto es, por la inercia de uno o varios sistemas a reiterar una conducta selectiva sin capacidad de observar alternativas en el entorno. Esto significa que los modos de participación que los sistemas ofrecen se han vuelto unilaterales, rutinarios, sin opciones competitivas. Una vez que se pasa el umbral crítico incluso estas opciones se descomponen. La intervención es llamada a reconstruirlas.

En el caso de desastres socionaturales, se trata de la restitución pronta de servicios básicos y de la información oportuna a la población para que sepan a qué atenerse en la nueva situación de crisis; en el caso de crisis financieras, se trata de inyectar liquidez -generalmente desde el Estado- en puntos críticos que tengan efectos de red mayores que estabilicen la confianza en el sistema. En el caso de conflictos sociopolíticos, se trata de que en la transición crítica haya opciones de manifestación del descontento y de canalización de él hacia la recomposición, es decir, no solo marchas y paros, sino también, mesas de diálogo, foros de discusión ciudadana, instancias de negociación, cabildos. De lo que se trata en todos los casos, es de restituir los umbrales mínimos de comunicación del sistema. El poder de la intervención se juega en la capacidad de hacer esto por medio de la restitución de la influencia de la comunicación.

               

5.   Descomposición y recomposición II: manejo de la inflación y la deflación del poder y los compromisos de valor

 

La reconstrucción de los umbrales mínimos de comunicación en el sistema es el punto de arranque de la recomposición de las relaciones sociales. Cuando la intervención logra contribuir a esto, se gana un espacio en la reconfiguración del orden social desde adentro; no como agente interventor externo, sino como activo participante del proceso reconstructivo. La intervención en este caso pasa a ser parte del sistema social que interviene; es imposible distinguir entre sujeto y objeto. La intervención también participa.

 

Al participar, se hace parte del poder que fluye en el sistema que busca recomponerse. Y se hace parte también de sus compromisos de valor. Cuando acontece la transición crítica, el poder y los compromisos de valor que sustentan las posiciones normativas, quedan sometidos a dinámicas de inflación y deflación, pues todos en él buscan posicionar sus intereses, incluida la intervención. Las dinámicas de inflación y deflación de medios implican una alta tensión para el sistema y para la intervención. Entendidas en un sentido general, inflación significaría demasiada confianza en la disposición a la aceptación, y deflación: demasiado poca. La relación de condicionamiento y motivación es sobrepresionada o empleada demasiado poco. En ambos casos se trata de aspectos de la generalización simbólica del medio (a diferencia de su imposición o no imposición en casos particulares), es decir, de aspectos del medio mismo y no de las formas particulares que se reproducen. El riesgo de lo demasiado o demasiado poco está, por tanto, en la simbolización misma, y si un caso u otro o ambos tiene lugar (según el campo temático de la comunicación), solo puede ser constatado con el correr de la comunicación. (Luhmann, 2000: 63-64)

 

En las inflaciones, la comunicación presupone más confianza de la que puede producir; se confía más en el poder, en los compromisos de valor de lo que estos medios pueden efectivamente entregar. Se devalúan los símbolos por su sobreutilización. En la deflación acontece el caso contrario y generalmente tiene lugar como reacción a situaciones inflacionarias. En la deflación el medio tiende a incrementar las restricciones a su uso, “por ejemplo, la insistencia en la empiria en contra de la ‘gran teoría’ en la sociología norteamericana, los movimientos de regionalización de la política, el fundamentalismo en la religión” (Luhmann, 2007: 301); se pueden agregar los casos de autoritarismo o de democracias iliberales (que no respetan los derechos fundamentales de los individuos consagrados constitucionalmente), la propagación de fake news en los medios o las limitaciones a la investigación en las universidades.

 

En relación con el “poder”, no es realmente una fragmentación ni una ‘crisis de autoridad’ lo que acontece en las transiciones críticas, en especial en aquellas de tipo sociopolítico o con consecuencias sociopolíticas; sino más bien una inflación. El poder se multiplica en el sistema por las interdependencias entre actores e instituciones, por la revolución de expectativas de inclusión que la transición crítica desata. El poder no es suma cero. Por el contrario, se incrementa y disminuye en el sistema, se inflaciona o deflaciona; es una suma variable.

 

La idea de que el poder sería una suma constante, que pasa de unos a otros, pero siempre se mantiene invariante, arranca de concebir al poder como una propiedad que se puede tener como un bien material, y también perder. Sobre la base de esta premisa, se debería interpretar que antes de la transición crítica el poder se sitúa en la cima de la jerarquía (en el gobierno, en la elite, en los legisladores, entre otros), y que en la transición crítica se fragmenta; que queda poco o nada de poder en la cima y que luego ese mismo poder, o gran parte de él, lo poseen otros: la ciudadanía que protesta en las calles, quienes cometen actos de violencia, quienes delinquen aprovechando la inestabilidad e incertidumbre de la situación crítica, quienes alegan legítima defensa y se sitúan al margen del Estado de derecho atacando a los delincuentes.

 

La premisa de que el poder se posee, de que se tiene o no se tiene, supone que el sistema político está dotado de una cantidad invariante de poder. Bajo tal premisa, las relaciones entre los actores están sujetas a un juego de suma cero en el que, de modo sistemático, unos pierden y otros ganan: generalmente se asume que gana el gobierno y pierde el movimiento de protesta; cuando la protesta se transforma en revuelta se asume que el poder lo pierde el gobierno y lo gana el movimiento.

 

Desde Hobbes se piensa el poder bajo esta premisa. Sin embargo, al verlo como medio que circula, el panorama es distinto. En la transición crítica el poder se muestra más para cada cual que esté dispuesto a usarlo. Esto es especialmente relevante en transiciones críticas de tipo político. Como sostiene Niklas Luhmann,

 

La muy mencionada movilización política, esto es, la liberación y fluctuación de las condiciones de apoyo político, y la ‘revolución de las expectativas en crecimiento’ en países en desarrollo, dan, por ejemplo, eo ipso más poder a sus sistemas políticos, sea estén preparados para esto o no, estén o no a la altura de las nuevas exigencias en términos organizativo-institucionales. Bajo estas circunstancias el sistema político transita muy fácilmente de crisis en crisis si no le resulta transformar la insatisfacción que cada decisión –cualquiera sea ella– crea por su negación en una participación ordenada, es decir, en poder sistémico. (Luhmann, 2013: 129)

 

Para esto la intervención es crucial. No se trata aquí solo de la intervención para la organización del poder en términos de ciudadanía (como se ha indicado más arriba, en términos de mesas de diálogo, negociaciones, foros ciudadanos), sino también de la intervención institucional. Si se ha llegado a la transición crítica es porque las instituciones encargadas de cumplir con los compromisos de valor contraídos con anterioridad no han logrado estar a la altura de las circunstancias. También estas instancias requieren de intervención organizacional-institucional (Mayntz y Streeck 2003). La transformación de la insatisfacción en participación ordenada no es solo una cuestión de canalizar las energías de los públicos de la política en forma de encuentros entre personas con sentido estratégico o simbólico, sino también de preparar a las instituciones para el cumplimiento de sus tareas en la nueva situación de recomposición, de modo tal que la experiencia no se aleje demasiado de las expectativas. Es decir, se trata de una intervención tanto cognitiva como normativa. Esto supone la intervención de la experiencia tanto como la intervención de las expectativas: la intervención en la experiencia de las personas y la intervención en las expectativas que se forman institucionalmente en la situación crítica (Koselleck, 1973; 2006).

 

Al igual que el poder, los “compromisos de valor” que se producen en el contexto de transiciones críticas deben ser tratados como variable, es decir, tampoco responden a una suma constante. Son compatibles con un incremento o descenso en el nivel de expectativas. En el caso de los compromisos de valor la situación es la siguiente. Previo a la transición crítica los compromisos de valor se han deflacionado. Los compromisos de valor contraídos con anterioridad han perdido su valor porque no han sido cumplidos por las instituciones sociales encargadas de realizarlos en la práctica. En gran parte por esto se produce la transición crítica: porque la experiencia se disocia de las expectativas. Cualquier nuevo compromiso en esas circunstancias aparece subvalorado: se sabe que la promesa no se cumplirá, no parece haber voluntad institucional de honrar nuevos compromisos.

 

Esto conduce a una alta decepción de expectativas por parte de los públicos, no solo de la política, sino de múltiples sistemas. Los mecanismos de lock in son la expresión más clara de este incumplimiento. Los sistemas, o algunos de ellos, han quedado atrapados por el éxito de sus selecciones en comunicaciones históricamente previas, lo que les impide adaptarse observando el cambio de expectativas. Si se comprometen con nuevos valores, solo pueden hacerlo en el sentido que les indica su lock in, por ejemplo, más individuación en un sistema sintonizado con la individualidad, incremento del gasto a cambio de rendimientos en un sistema monetarizado, incremento de la polarización en un sistema politizado. Siendo así, los nuevos compromisos de valor quedan atrapados en una lógica de “más de lo mismo”, con lo que pierden validez para la experiencia de las personas.

 

Una vez desatada la transición crítica, los sistemas, y especialmente el sistema político, son liberados de su lock in y pueden comunicar libremente acerca de la imposibilidad de adaptación previa. Están en una situación de punto cero de la comunicación en la que hay que recomponer, por medio de una intervención reconstructiva cognitivo-normativa, las condiciones mínimas de influencia de alter sobre ego por medio de la comunicación. Esta comunicación libre del lock in a la que conduce la transición crítica, permite a los sistemas una mayor capacidad reflexiva. Si el lock in supone una implosión de reflexividad (autorreferencia sin heterorreferencia), la transición crítica que libera al sistema del lock in permite a los sistemas recomponer la relación entre autorrereferencia y heterorreferencia, es decir, entre reproducción de la propia lógica y atención al entorno, o para decirlo en términos de Archer (2005), entre morfoestásis y morfogénesis.

 

La transición crítica es el momento en que concluye la compulsión del sistema por la repetición. El sistema no puede reproducir más su propia autarquía porque su landscape ha dejado de ser el mismo, ha dejado de ser aquel que soportaba y hacía posible su funcionamiento. La transición crítica hace que el sistema colapse, que se golpee contra el suelo brutalmente (Teubner 2012). En ese golpe la autarquía se disuelve y el sistema puede recomponer el equilibrio entre autorreferencia y heterorreferencia. Con ello, el sistema queda liberado para observar sus puntos ciegos y para observar las consecuencias que su operación había dejado sin atender. Por la restitución del metaequilibrio entre autorreferencia y heterorreferencia, el sistema está dispuesto a aceptar demandas, críticas, cambios. Y todo ello tiene como consecuencia una inflación de los compromisos de valor que el sistema adquiere para hacer frente a la nueva situación. No se trata, por tanto, de una acción estratégica para enfrentar la situación crítica y salir de ella para que todo vuelva a la normalidad. Como lo he indicado más arriba, este no es un cambio elástico, sino plástico en el que no se puede volver a la situación anterior. El momento del hit the bottom es el inicio del momento más reflexivo que puede tener un sistema, donde se pregunta a sí mismo cuál es el mejor modo de ofrecer sus rendimientos y donde está más dispuesto a aceptar indicaciones sobre cómo seguir adelante.

 

Justamente por ello, el sistema entra en una fase de inflación de compromisos de valor: “El caso inflacionario involucra lo que frecuentemente se llama sobrecompromiso, al menos en el contexto de la implementación de valor. Ocurre cuando una unidad ha hecho tantos compromisos, tan diversos, y tan ‘serios’ que su capacidad de implementarlos debe ser razonablemente puesta en duda” (Parsons, 1968: 153). Puesto que el sistema logra más heterorreferencia, incrementa su capacidad de adaptación, y el incremento de la capacidad de adaptación lo conduce buscar hacerse cargo de las consecuencias de sus propias operaciones. Este es un momento reflexivo por excelencia, positivo en un sentido porque el sistema se abre a sus públicos y puede cambiar; pero negativo en otro, en tanto el sobrecompromiso afecta su legitimidad. El lock in previo a la transición crítica, que en el caso de sistemas sociales puede durar por años, ha ya deslegitimado el sistema. Su súbita reacción de apertura una vez producida la transición crítica es vista con sospecha por los públicos: ¿por qué ahora y no antes?, ¿por qué esperar a golpear contra el suelo? El problema es que el sistema que reacciona de este modo (y en general todos lo hacen) no tiene ya reservas de legitimidad a las que echar mano para que ahora sus compromisos de valor puedan ser creídos sin más. Esto socava más aún la confianza en la integridad del sistema que se compromete, con la consecuencia de poner en duda los compromisos futuros aún sin intentar realizarlos.

 

Sin duda si el sistema reacciona rápidamente en la concreción de los compromisos de valor, su capital de confianza puede incrementarse. Esta es la situación ideal. Pero como luego de la transición crítica todos los sistemas deben recomponerse desde el nivel cero de la comunicación, las condiciones para la confianza no están dadas: no hay continuidad institucional que la sostenga. La transición crítica es más bien una expresión de desconfianza generalizada. La construcción de confianza toma tiempo y el tiempo se acelera en la transición crítica. Todo pasa al mismo tiempo de maneras imprevisibles y de forma paralela, de manera que también hay una sobreexigencia sistémica para la que los sistemas, golpeados por la transición, no están a la altura.

 

Por ello, la alternativa más probable ante al inflación de los compromisos de valor en la transición crítica es, en el mediano plazo, una deflación de ellos: “La tendencia deflacionaria es una disposición hacia la falta de voluntad de ‘honrar’ los compromisos […] Esto involucra alguna restricción de los grados de libertad de los que las unidades pueden disfrutar en la esfera de la implementación de valores, especialmente transfiriendo la responsabilidad de la unidad a alguna agencia externa, por ejemplo, el derecho” (Parsons 1968: 153). La razón de esto es que, si no se tiene confianza en el compromiso de valor contraído por el sistema, entonces hay que buscar los modos asegurar el compromiso por otras vías. Una de estas puede ser el derecho, pero ello a su vez produce una inflación del derecho en términos de juridificación de demandas sociales, y una sobreexigencia para el derecho mismo como sistema social. Sin mencionar que se pierden los beneficios de una mayor libertad en el cumplimiento de los compromisos de valor.

 

El caso más extremo de la deflación de los compromisos de valor y de la búsqueda de aseguramiento del cumplimiento de los compromisos contraídos en la transición crítica puede denominarse “absolutismo de valores”:

 

[este consiste en] una fuerte limitación en la flexibilidad implementativa, restringiendo a la obligación a los pasos más inmediatos, a menudo más drásticos para la implementación del patrón [de valor] a un particular nivel de referencia […] Como en cualquier proceso deflacionario, las unidades deflacionarias, al buscar la seguridad de un indudable compromiso ‘real’, son separadas de sistemas más amplios que tiene grados más amplios de libertad y solidaridad. Son forzados a ‘seguir su propio camino’ y, puesto que las sanciones por el no cumplimiento de los compromisos son negativas, se exponen a procesos de ‘escalamiento’, por ejemplo, aumentos recíprocos en la severidad de la condena por el no cumplimiento, a menudo produciendo generalización del conflicto, y disponibilidad al uso de la fuerza. Esto resulta, a la vez, en exclusión de la comunidad moral de elementos previamente tratados como legítimos. (Parsons, 1968: 153-154)

 

El absolutismo de valores, como el caso extremo de deflación de los compromisos de valor, puede conducir a fundamentalismo político, a polarización, incluso a autoritarismo. No es este un desenlace necesario de la inflación-deflación de los medios poder y compromisos de valor, pero es un desenlace altamente posible. En sus análisis de la modernización capitalista Immanuel Wallerstein (2006) ha sostenido que el moderno sistema-mundo se encuentra atrapado en sus propias tendencias, generando una crisis verdadera:

 

“Crisis verdaderas son aquellas dificultades que no pueden ser resueltas dentro del marco del sistema, sino que solo pueden ser superadas yendo fuera y más allá del sistema histórico del cual esas dificultades son parte […] cada acción durante este período puede tener significativas consecuencias. Observamos que bajo estas condiciones el sistema tiende a oscilar salvajemente, pero eventualmente se inclina en una dirección” (Wallerstein, 2006: 76-77).

 

En estas situaciones el sistema se bifurca y aparecen dos posibles soluciones a la crisis. Las alternativas oscilan entre quienes, por un lado, buscarán ampliar la libertad de mayorías (el grado en el cual las decisiones políticas reflejan las preferencias de las mayorías) y minorías (los derechos de todos los individuos a perseguir sus preferencias donde no haya justificación de mayorías para imponer las suyas), y quienes, por otro, busquen crear un sistema no-liberal bajo la disculpa de preferir la libertad de las mayorías o de las minorías. La primera alternativa es, por tanto, un sistema democrático institucional igualitario con preferencias de mayorías donde se resguardan los derechos individuales y de minorías, y la segunda alternativa es “un sistema jerárquico que confiera o permita privilegios de acuerdo a un rango en el sistema, como sea que este rango sea determinado” (Wallerstein, 2006: 89).

 

Para que tenga lugar la primera alternativa -la alternativa democrático-igualitaria con preferencias de mayorías y minorías- la inflación-deflación de los medios poder y compromisos de valor tiene que ser manejada por los sistemas. La tarea de la intervención en este caso, es controlar la inflación de los medios de un modo similar a cómo las unidades económicas controlan la inflación del dinero, es decir, a través del manejo de las tasas de interés y el control del tipo de cambio (Parsons y Smelser 1965). Traducido esto en el control de la inflación del medio poder significa, por un lado, que la intervención tiene que propender a la organización en canales institucionalizados de participación política que puedan ser traducidos en confianza para el intercambio con otros sistemas: confianza en que la actividad económica podrá ser llevada adelante con tranquilidad política, en que la inversión cuenta con seguridad jurídica a partir de un contexto político relativamente estable, confianza en que el propio sistema jurídico, a pesar de sus posibles cambios, continuará respetando los principios fundamentales del derecho (bona fide, pacta sunt servanda). Con el control de la inflación del medio compromisos de valor, la intervención enfrenta un panorama más complejo, porque la participación política se puede canalizar por formas de participación que son relativamente conocidas y legitimadas entre los públicos de la política, pero los compromisos de valor no pueden ser negados y no pueden no ser renovados en procesos de crisis o transición crítica. Justamente porque la heterorreferencia permite una observación más aguda del sistema sobre su entorno, los sistemas reaccionan en primer lugar valóricamente a las demandas que no han observado: ‘¿cómo no lo vimos antes?’. También las semánticas del perdón (Derrida 2006) están a la orden del día en la transición crítica, y frente al perdón, la empatía es la forma más inmediata de reacción. La empatía, por su parte, abre la puerta a los compromisos de valor y los multiplica según la fuerza simbólica de las demandas no atendidas.

 

La tarea de la intervención en este caso es contraintuitiva (cognitiva) y política (normativa). No debe sucumbir a la inflación de los compromisos de valor, pues tiene que saber que el resultado más probable de la inflación de ellos es la deflación de los mismos, es decir, la pérdida de confianza en los sistemas que contraen demasiados compromisos que luego no pueden honrar. La intervención debe evitar esta inflación-deflación de los compromisos de valor por medio de la intervención político-organizacional de los sistemas en la transición crítica y por medio de una comunicación de los límites de esos compromisos con los públicos de distintos sistemas que demandan legítimamente elementos fundamentales para la realización de sus planes de vida: lo que se puede hacer no es tan rápido como se quiere. La intervención tiene que reducir la brecha entre experiencia y expectativa por medio de una adecuación de la experiencia a las posibilidades de la recomposición de los sistemas luego de la transición crítica, y a través de un control de expectativas ajustado a la realidad de los sistemas que se recomponen. De otro modo, se abre la puerta al absolutismo de valores, a salidas que deflacionan la confianza en la democracia y a formas de autoritarismo jerárquico que imponen las preferencias de una mayoría sobre individuos y grupos minoritarios.

 

6.   Conclusiones

 

Los procesos de crisis en sistemas sociales demandan intervención. Estos procesos son de largo aliento. Se componen de una primera fase larga de incubación de crisis en las que paulatinamente se van decantando mecanismos de lock in que limitan fuertemente la capacidad de los sistemas de adecuarse a su entorno. Los sistemas entran en un período de implosión de reflexividad que incrementa hipertróficamente su autorreferencia y anula su heterorreferencia, con lo que pierden sensibilidad frente a las consecuencias de sus propias operaciones y frente a las demandas de sus públicos. En la dinámica sistémica, estos momentos de incubación se extienden hasta que se traspasa un umbral crítico y el sistema entra en una fase explosiva de propagación de crisis, o transición crítica, y de descomposición de las relaciones sociales hasta ese momento existentes: las burbujas financieras explotan, las revueltas se transforman en revolución, un fenómeno natural se convierte en una crisis social mayor. Estos momentos se caracterizan porque los públicos de los sistemas ya no están dispuestos a aceptar el funcionamiento autárquico de los sistemas sociales presos de sus mecanismos de lock in. Son momentos generalmente de violencia, de protesta, de crítica, de reconocimiento, de reflexividad que se extienden en su fase álgida por períodos relativamente cortos en comparación con las fases de incubación y de reestructuración. La fase tercera de reestructuración supone la recomposición de las relaciones sociales en un nuevo registro luego de la transición crítica. Esta fase es la más incierta de todas, pues la recomposición después de una transición crítica lleva aparejados los riesgos de la deflación del poder y de los compromisos de valor como medios simbólicos fundamentales de la reconstrucción de las relaciones sociales.

 

En este artículo he argumentado que la intervención, tanto en su dimensión cognitiva como normativa, tiene un rol que jugar en cada uno de estos momentos de los procesos de crisis. En la fase de incubación, la intervención tiene que enfrentar los mecanismos de lock in sistémicos por medio de estrategias contextuales de intervención predominantemente cognitivas que incrementen la contingencia de los sistemas afectados por la implosión de reflexividad. En la fase de transición crítica, la intervención tiene que enfrentar la descomposición de las relaciones sistémicas (comunicaciones paradójicas y contradictorias) por medio de una recomposición desde cero de las estructuras de expectativas de expectativas que combine la dimensión cognitiva y la normativa. Y en la fase de reestructuración, la intervención, predominantemente normativa, tiene que ocuparse de la recomposición de las relaciones sistémicas en el sentido de la protección de la libertad de las mayorías y de que esa libertad no afecte la libertad de las minorías para poder llevar adelante sus preferencias y planes de vida. El objetivo aquí es evitar la deflación de los medios poder y compromisos de valor, que son los medios de comunicación simbólicamente generalizados más afectado en situaciones de crisis social además del dinero. Una deflación de los medios poder y compromisos de valor conduciría a una situación autoritaria en términos de poder y al absolutismo de valores en términos de compromisos de valor. Esta posibilidad altamente probable en situaciones de transición crítica en sistemas sociales es lo que la intervención debe evitar.

 

El poder de la intervención se juega en cada uno de estos momentos. Primero como intervención contextual, segundo como intervención reconstructiva y tercero como intervención política del orden social que orienta tal orden hacia la compatibilización de la libertad de las mayorías con la libertad de las minorías. En cada caso se trata de estrategias distintas de intervención. En el primero se trata del incremento de la contingencia de los sistemas para que puedan salir de su lock in; en el segundo se trata de la superación del problema de la doble contingencia ante la opacidad de los individuos uno frente a otro en una situación desestructurada sin expectativas de expectativas estables; y en el tercero se trata del control de la inflación-deflación de los medios poder y compromisos de valor. En cada uno de estos momentos el poder de la intervención en perspectiva sistémica está en realizar desde adentro lo que para otras formas de intervención se hace desde afuera. El interventor es parte del sistema que interviene; está comprometido con él operativamente, valóricamente e históricamente. La intervención en el sistema es, en este sentido, una autointervención. Se interviene para orientar la sociedad hacia donde la intervención de la sociedad busca orientar. Esto nunca asegura que los resultados de la intervención sean positivos. De hecho, si hay transición crítica es porque la intervención contextual de los mecanismos de lock in no ha tenido éxito; o si la recomposición de las relaciones sociales luego de la transición crítica conduce a un sistema autoritario, es porque la intervención reconstructiva y la intervención política fracasaron en compatibilizar libertad de las mayorías con libertad de las minorías.

 

No hay garantías de la intervención porque finalmente es la sociedad la que se interviene a sí misma, y no hay que descartar que la sociedad también se autointervenga en el sentido de actores que prefieran la construcción de sistemas sociales con privilegios y jerárquicamente estructurados. En definitiva, que estos sistemas existan, incluso bajo condiciones democráticas, es prueba de la contingencia de la intervención, y del poder que puede tener para conducir a la sociedad hacia diversos destinos.

 

 

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[1] Aldo Mascareño es PhD en Sociología de la Universidad de Bielefeld, Alemania. Actualmente es investigador senior del Centro de Estudios Públicos, Chile, y profesor de la Universidad Adolfo Ibáñez. El autor agradece a Gabriela Azócar y a dos árbitros anónimos de la revista Intervención por sus comentarios a una versión preliminar del texto. El artículo se enmarca dentro de las actividades de investigación del proyecto Fondecyt 1190265. Email: amascareno@cepchile.cl.

[2] Esta sección es reproducida con modificaciones de Mascareño (2018).